Pelo

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Pocas cosas más identificatorias en una persona que el pelo. El tamaño, color, abundancia y textura detallan la salud, la cosmovisión y las creencias de quien lo presume.
Nadie pensó que debajo de la admirable melena de André Agassi yacía un calvo agazapado. Sus triunfos deportivos demeritaron con la evidencia de su impostación. Una vez publicada su pelona, sólo conservó el trofeo de la inocencia inmarcesible de la niña de la Laguna Azul. A partir de entonces empezó a perder.
El Che Guevara no sería lo que es con el pelo corto: su fuerza libertaria quedaría reducida a una proposición financiera. Por el contrario, si Hitler hubiera lucido una cabellera generosa sus exabruptos genocidas no habrían pasado de berrinches futboleros.
El pelo no sólo dice algo de alguien sino también de la fecha y del lugar en que vivió. Sandro sólo pudo ser latinoamericano; sólo pudo vivir en los años 70 y sólo pudo ser cantante. Con pelo hasta los hombros, Julio César no habría sido romano ni Jesús, hebreo.
El pelo nos define y ubica en una profesión. Con pelo corto, Mario Kempes hubiera sido pescador o vendedor de biblias y Slim, rizado a la afro, un basquetbolista neoyorkino.
Como extensión inevitable de la persona, el pelo envía el primer mensaje, por eso el más importante: yo soy así. Aunque se trate de mera intención estética, el significado cumple un cometido documental. El rock sólo se aprecia con el pelo sobre la cara, con estridencia, sin gel.
Algunos gastan fortunas para mostrarse como no son. Julio Iglesias sigue injertándose pelos que no tiene para parecerse a quien fue. Es el rescoldo del “latin lover”, el amante absorbido por los jalones del tiempo que son uñas de novias implacables sobre la susceptibilidad de su cuero cabelludo.
Los luises de la extinta monarquía francesa se calzaban pelucas demostrativas de la banalidad de la corte. Los postizos y los afeites son el triunfo del disimulo. Los piojos y la pestilencia definen tanto al rococó como la decadencia y el despilfarro.
En los partidos con la selección nacional, Gerardo Torrado se rapaba para parecer más malo de lo que en verdad era. Su posición de recuperador de balones adquiría mayor respeto bajo la rasurada del adalid homicida. Su cabellera real, de borreguito melifluo, le impediría merecer la capitanía, la titularidad, la posición (a los extremos izquierdos nadie les reclama el corte de bacinica).
Einstein aplacó su idea del universo con la relatividad del peine. Sólo se amansaba las greñas bajo el chorro de la regadera mientras concretaba su famosa fórmula y justificaba su religiosidad sin fe.
El pelo es la evidencia de lo impronunciable. El yo mostrado. La metáfora de sí. Por lo tanto, las peluquerías son clínicas del pulimiento existencial, templos de la apariencia, aulas de la conformidad. Todos los pelos se caen. Nuestra esencia es calva.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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