Vivir en México

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Vivir en México requiere, como evaluó Bretón, una temperatura surreal. O, dicho de otro modo, una habilidad emocional para identificar la duplicidad de los mensajes donde “sí” significa “tal vez”. Las campañas electorales nos obsequian la posibilidad de elegir a un luchador con máscara, a un futbolista especialista en derrotas dignas o a una cantante que llora cuando insulta al objeto de su amor. Significa que confiamos más en alguien sin experiencia política que en un político de carrera para administrar el rumbo de nuestros municipios y el replanteamiento de nuestras leyes. Ocho de cada diez candidatos por alcaldías asesinados en el país, tenían registro de la oposición con respecto al alcalde vigente. Tal vez quiera decir que el crimen organizado sólo garantiza sus intereses bajo la continuidad del régimen en turno. O tal vez, que los candidatos son héroes incorruptibles cuyos principios se reblandecen a lo largo de su administración. O bien, que la puntería del crimen alcanza a cualquiera para sembrar el terror.
Si durante los años 70 Jorge Ibargüengoitia ofreció “instrucciones para vivir en México”, más que un instructivo hoy se requiere dominar un juego de dados. Las reglas cambian y se codifican en posibilidades remotas, sin antecedentes ni consecuencias definidas. Lo que convierte la experiencia en una montaña rusa sin trayecto ni destino previsible. López Velarde creyó que nuestra idiosincrasia confiaba en la suerte, en la lotería fantástica. Las estadísticas nos demuestran que nuestra esperanza es más terrenal: un pariente con influencias, una vida exitosa de bajo perfil.
El periódico Mural publicó en días pasados la penuria de los jaliscienses para reclamar el cuerpo de un familiar, víctima de asesinato. Pueden pasar años para que la SEMEFO identifique los cadáveres, o lo que queda de éstos, para entregarlos a los deudos. El argumento para la demora es la falta de personal que realice las pruebas de ADN. Auténticos congeladores humanos practican el ritual de la postergación macabra en que ni los muertos ni los vivos hallan el consuelo.
En algún punto, el surrealismo de Bretón se transformó en un “sub-realismo”. Vivimos en el inframundo y no parecen suficientes los argumentos del lopezobradorismo: no requerimos una regeneración sino un nuevo comienzo. Quizás éste ocurra bajo la máscara de un paladín, en la empatía por una cantante que dramatiza el abandono erótico o en un futbolista que seguirá encontrando dignidad a la cotidianeidad de sus fracasos.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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