Tocar

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

A diferencia de otras culturas, a los mexicanos nos gusta tocarnos.
Nos tocamos el hombro para recalcar la relación de cuates. Una persona adulta toca en la cabeza a los niños: significa que se reconoce la jerarquía y se le infunde buenas vibras al infante.
El saludo de mano en nosotros suele ir acompañado de una palmada en la espalda. Con beso en la mejilla entre mujer y hombre o entre mujer y mujer. El abrazo es una muestra entrañable de cercanía o de interés por estarlo.
Los amorosos se tocan para saber que existen. La sensación de un brazo sobre los hombros otorga la certeza de la vida. El amor es táctil y se manifiesta en la yema puntual de los dedos.
El padre toca la mano del hijo. El hijo toca la piel levísima de la abuela y la abuela toca fantasmas. Seres que vienen con la intermitencia de su locura senil.
Dios toca a los hombres con la luz del sol. Con la brisa de la tarde y el rocío de la mañana. Los toca con la lluvia y los relámpagos. Con la pátina de la luna y el enchinamiento cutáneo ante los chillidos de los murciélagos.
Tocar permite la transmisión de la energía. Y la recepción de la tristeza, la frustración, la impotencia. O la alegría, el entusiasmo, el afecto.
Los que se quieren se toman de la mano, convirtiendo sus cuerpos en extensión de sí: el otro es también uno. Los ojos del otro son también los ojos de quien se toma de la mano y camina por un sendero oscuro. O luminoso. Es más fácil ver tomado de la mano ajena.
Los perros quieren ser tocados por sus familiares humanos. Mueven la cola y lamen la piel. Enseñan sus panzas para indicar el sitio predilecto de la caricia.
Las caricias son formas de la reconstrucción. Se pasa la palma por los contornos de la persona elegida. Se emprende un vaivén con el roce de las manos (puede ser una sola). Ese acto contiene la fuerza de la creación.
Miguel Ángel imaginó a Dios tocando la punta del dedo del ser humano como cesión del don de la vida. El que toca se sucede. Regala su esencia. Se perpetúa y trasciende.
No es gratuito que al fenómeno de hacer música se le denomine “tocar”. La guitarra o el piano o el bandoneón. “Tocar” es producir magia. La música toca el oído y la piel a través de sus vibraciones. Violentas o cadenciosas o estridentes.
Tocar y oír son dos versiones de una misma cosa.
Nadie que entienda el significado profundo de la compasión puede negarse a ser tocado. Salvo los autistas, las personas necesitamos esa revelación. Como la guitarra, estamos hechos para ser tocados. Sólo así somos capaces de una balada o de un rocanrol.
Tocar y ser tocados son signos de nuestra supervivencia.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalencia@subire.mx

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