Testamentos
Jorge Valencia*
El testamento es un acto de voluntad y confianza. Lo uno porque existe un deseo, libre y premeditado, de aplicación postmórtem; lo segundo porque el firmante espera que así se ejecute.
Un testamento claro y exhaustivo asegura que los herederos no se confundan ni disputen atribuciones. Detrás de todo testamentario existe un reclamo, tácito o no, de lo obtenido o lo negado.
Los regalos no se merecen, sólo se reciben sin un juicio moral de por medio. Por lo tanto, lo testamentado es un don que rebasa, en rigor, todo sentido de justicia.
La única emoción válida para un testamentario es el asombro. El fallecido no admite réplica. Sólo rencor.
La mayoría de las veces, los beneficiarios son gente movida por la avaricia en obtener un bien por el cual no trabajaron. Hay casos de familiares que invierten tiempo y atenciones hacia el virtual testador. El testamento confirma o desilusiona sus ambiciones sin alguien vivo que les enfrente la increpación.
Hay casos de familias deshechas a base de litigios por un testamento ambiguo. Ante la posibilidad de una casa gratuita, todos se frotan las manos y sacan las uñas.
En los testamentos de un padre, la ambición abarca y se promueve precisamente por las nueras y los yernos: cónyuges involucrados indirectamente con el finado que, a la hora de la hora, aducen razones misteriosas para su inobjetable merecimiento: una conversación secreta, un favor olvidado, un afecto cuestionado.
Los notarios, que ganan mucho dinero por presenciar y firmar las desgracias de otros, leen el testamento con un entusiasmo sospechoso mientras los beneficiarios se truenan los dedos, abren los ojos en la misma proporción que la cartera y emprenden una batalla épica en contra de sus propios sentimientos hacia el muerto. Lo único que concluye la lectura del testamento es el duelo. Y el pago de los honorarios para el notario.
A partir de ese fatal momento, los familiares se funden o desunen para siempre.
Los testamentos no refieren afectos. Son en todo caso metáforas que admiten una hermenéutica precisa: “lo que el abuelo quiso decir es…” Ahí se asientan las verdaderas personalidades: la del codicioso y la del agradecido, la del desinteresado y del resignado. El hermeneuta es un ser despreciado cuya frialdad incomoda y enemista, mientras el albacea, en medio del ataranto, lamenta el compromiso imputado.
La mejor actitud siempre es la de la distancia. Emocional, abúlica. Y la compasión hacia los otros.
Y el mejor testamento es el que no reparte nada. En todo caso, las culpas.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx