Taxi

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

El taxi es una máquina del tiempo que permite la transmigración de las almas. Más que trasladar personas, propaga ilusiones, fomenta expectativas, fortalece amenazas y consuma felonías. En México, todos sabemos que tomar un taxi en la esquina es un riesgo: o el conductor resulta un defensor de la especie humana que ejerce su oficio como un misionero que evangeliza caníbales o es un criminal que fingirá una ruta extraña para realizar un secuestro exprés.
Si la inseguridad nos ha llevado al extremo de desconfiar de nuestros propios familiares, a quienes escondemos la clave de acceso de la laptop, solo nos arriesgamos a subirnos a un taxi cuando se traba la App del Uber o cuando por razones misteriosas nos encontramos en una calle fuera de nuestro territorio habitual y resulta más peligroso caminar. Entonces nos encomendamos a san Ambrosio y estiramos el dedo para detener un taxi.
El taxista pertenece a una casta de seres libérrimos que prefieren el arbitrio de la calle a la prisión de una oficina, a cambio de utilizar los baños de un Oxxo para saciar las necesidades cotidianas que muy probablemente lo sorprenden durante la jornada. Domina la retórica y las artes histriónicas, la psicología sistémica y la ontología de las circunstancias. En una época donde Google Maps orienta a las palomas mensajeras para llegar más rápido, los taxistas se guían por los rumbos de novias arcaicas, letreros que les significan tragedias superadas o aventuras metacognitivas de viajes emprendidos con antelación y propinas.
El taxi tiene su origen en el acarreo del faraón en hombros. Cuando el poderoso requería del macehual para evitar la inconveniencia del polvo en la planta de los pies. Luego vino el coche tirado por bestias, la bicitaxi oriental y el automóvil de combustión interna. Tomar taxi representa un lujo. En otras sociedades, parece una costumbre razonable que el ciudadano promedio puede costear; entre nosotros, solo se toma taxi cuando no queda de otra: porque se hizo tarde o porque la distancia es excesiva.
El viaje incluye una conversación acerca del clima o la hora. Un taxista con oficio es capaz de confesar a un pecador, desenmascarar a un paladín de la justicia o sincerar a un mitómano. Conoce a profundidad el alma humana. Ha visto y padecido de todo. Sabe quién es quién por la manera de abordar. Antes de transar el trayecto, define la envergadura del compromiso. A veces resulta peor una quinceañera sin cambio que un patán adicto al tabaco. Sabe cuándo callar y conducir y no mirar a la pareja enamorada. Y cuándo lanzar una alusión al calor de las doce.
Un buen taxista usa mangas contra el sol, lentes oscuros, klinera con peluchito y agua de chía bebida a sorbos brevísimos. Entiende cómo rematar las frases y soltar el “jefe” respetuoso sin parecer lambiscón. El taxista ideal se gana la propina con sólo decir “buenas tardes”.
Último resquicio de la democracia, el taxi es una solución discreta. Santifica el día o lesiona el candor. Siendo una elección arbitraria, implica una moneda al aire. La nación es un taxi conducido por choferes que desconocen la ruta. Ahí sólo se transmigra hacia una condena.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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