Semana Santa

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Para los católicos mexicanos, la Semana Santa es la época en que no pueden faltar las vacaciones. Guayabitos se puebla de peregrinos que pretenden vivir la pasión de Cristo con el ardor de la espalda sin bloqueador, la laceración del traje de baño de una talla ajustada al presupuesto de hace dos temporadas y la moral cuestionada por un novio conseguido de último momento en Facebook.
Todos tienen el derecho de divertirse. Divertirse significa gastar con una tarjeta de crédito prestada para solventar una aventura anclada al lastre de una familia numerosa. Ni modo de no llevar a la abuela. Ni modo de no llevarla con su silla de ruedas, su piyama de felpa que le los bisnietos le regalaron en Navidad y el perico que dice cosas tan bonitas cuando la tía Nena le da cacahuates pelados, una manzana rallada y le canta “Cucurrucucú, paloma”.
El Váliant 72 aguanta un piano. A la tía Nena con papá y mamá adelante, la abuela con la jaula del perico, las gemelas con su novio de Facebook y el hermanito menor que cada quince minutos quiere bajarse del coche para hacer pipí.
El rosario lo rezan con la devoción de un Domingo de Ramos. Encomiendan su suerte a la clemencia de las letanías y de las balatas que chirrían el temor de una desgracia.
Guayabitos se prepara para los oficios. El calvario empieza por conseguir una habitación suficiente. Luego, pagarla a precio de temporada alta.
Una vez instalados, chapotear dentro de un mar sereno, sólo agitado por los bucitos multitudinarios y la algarabía hacinada de los creyentes que ofrecen su incomodidad por quien soportó la cruz y los clavos.
La fe sobra.
El Viernes Santo se celebra con un coctel de camarones sin verdura (algo hay que ofrecer), el silencio de la procesión a lo largo de la playa, sin sandalias para empatizar, y un magro presupuesto. “¿Por qué me has abandonado?”, rezan al Señor en voz alta cuando se pagan los cocos con doble chile (para martirizar el paladar) y la vuelta con la silla de ruedas de la abuela empujada sobre la insensatez de la arena.
La piedad alcanza para una noche más aunque se omita la cena y el desayuno del día siguiente (excepto para la abuela y el perico). Empacar lo poco que cabe en una maleta mojada, la toalla sobre el traje de baño y una última oración que alcanza para el camino de vuelta.
Podría no haber vacaciones. Pero el sacrificio lo reclama. La fe alcanza para eso y más.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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