Psicólogos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Todos necesitamos a alguien que nos haga sentir mal. Se le paga a un psicólogo para evidenciar nuestros yerros: el origen de la estupidez y nuestra incapacidad para remediarlo.
Se llega al consultorio de un psicólogo por recomendación. De manera que todo psicólogo comienza su trabajo con un prejuicio que, mediante la constancia de las consultas, refuerza o replantea.
El 80% del éxito terapéutico radica en el agrado del consultorio. Nadie paga una consulta para sentirse incómodo. Las plantas, los sillones y la ventilación se convierten en factores de una buena terapia. Los pacientes vuelven a donde se sienten escuchados y a gusto.
Los psicólogos trabajan bajo un paradigma desconocido para su cliente. Casi ningún paciente define el proceso debido a la postura profesional del especialista que lo atiende. En la mayoría de los casos, sólo el cambio de terapeuta permite cobrar conciencia del enfoque de su asesor (aunque el terapeuta lo diga en la primera sesión), luego de varios años o la cita de los familiares cercanos. Entonces cavila lo trastornado que en realidad está. Cuando los familiares le sonríen en exceso o cuando, después de mucho tiempo, descubre que pasa más tiempo con el terapeuta que con sus propios hijos.
En el fondo, además de la recomendación, la permanencia depende de la tarifa. Y de la comodidad y la dirección donde está ubicado el consultoriio. Nadie dedica dos horas de tráfico para visitar a un especialista que diagnostique neurosis.
El mejor psicólogo consigue que el paciente relate sus padecimientos con la exactitud de un novelista premiado. Cosa que casi nunca ocurre. El cliente proustiano duerme a los especialistas. Los “flash-backs” alientan el seguimiento de la trama; el cambio verbal del narrador, por el contrario, presupone una esquizofrenia en ciernes.
La diferencia entre la confesión a un sacerdote y la conversación con un psicólogo está en que con el psicólogo, el paciente invoca a Dios; y con el sacerdote, a un fiscal.
Eventualmente, todos necesitamos los servicios de un psicólogo. Desposar a alguno significa el ahorro permanente de la consulta y una práctica infaliblemente eriksoniana.
Freud sólo está rebasado en la nomenclatura; en su espíritu terapéutico, la niñez es la fuente de todas nuestras conductas erráticas. Su empate epistemológico con la mitología griega le dotan de un aire poético universal, que cabe en la perversidad de las costumbres de casi todos. Niñez es destino, dicen.
Reconocer y cambiar es la clave de un proceso con desenlace feliz. Ni una cosa ni la otra ocurren de manera fortuita. Se requiere el padecimiento, la culpa y la derrota atestiguadas y orientadas por alguien neutral, para la renovación de una persona. Los psicólogos son profesionales que se enorgullecen en secreto de los milagros. O charlatanes que nunca confiesan su fracaso a otro colega.
Son menos necesarios que los dentistas y más prescindibles que los amigos. El mejor psicólogo se olvida; el peor, se menciona en la tribuna de la doble “A”.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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