Más asilos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Cambian su casa por un cuarto con vista al jardín. Y una familia, por otros que es mejor no ver ni oír.
Su libertad se deduce por las sonrisas en el desayuno o la mala cara con que completan la ración de pastillas que deben -pero ellos así lo deciden- engullir. Ahí postergan los paseos, no los viajes imaginarios sobre los trenes que son bancas con vista a la pared. Un árbol. El trino de los pájaros al anochecer.
Favorece la presencia permanente de un enfermero de guardia, quien adquirió el diploma para obviar los insultos desdentados y eficientar los traslados. Los viejos hacen el mismo tiempo en andadera al comedor, bajo la sombra del enfermero, que antes el camino en Mustang al mar.
Los familiares no se quejan. Sobrellevan la culpa con la membresía puntual y las visitas correspondientes de 4 a 6.
Un buen asilo no es un espacio de reclusión sino un campamento de integración a la soledad. Antesala o andén de un viaje siempre pospuesto que sólo partirá adonde todos saben, sin decirlo. Tal vez a media voz.
Los achaques residenciales conceden la dimensión de lo humano. Lugar de vida acumulada y pasado difuminado que apenas cabe en una fotografía de otro siglo, generalmente en blanco y negro; casi nunca reconocible.
Hay plantas persistentes que trepan por muros y techos de oficinas y de cuartos, anunciando el tiempo de Dios. Lento. Verde. Persistente.
Las terapias son obligatorias. Las Misas, opcionales. El cuerpo necesita estímulo; el espíritu, inspiración.
Aunque quieran y queramos, los viejos nunca se nos van. Nuestro corazón les da asilo permanente, sin camas ni inyecciones, con cupo suficiente y una alegría adolorida.
Nos esperan con sombrero de sol y bufanda y un bastón. Pasamos largas horas oyéndoles las mismas historias, las mismas quejas por sus piernas y sus muertos que son vivos. Y sus vivos que están lejos: debajo de otro sol.
A veces vienen con nosotros y vamos a comer. A veces sólo vamos para oírlos, sin quererlos voltear a ver. Les tomamos una mano. Les sacudimos el suéter. Los dejamos vernos largamente, queriéndonos a regañadientes. Permitiéndoles consejos como lápidas. Afectos como ademanes. Abrazos como de propiedad.
Nos buscamos en sus ojos cansados. Entre cataratas, lentes de aumento, cejas intempestivas, para reconocernos vagamente cariñosos. Raramente tristes.
Vuelven a estar solos. A soñar y quejarse. A extrañarnos mientras los llevamos de la mano como se lleva la infancia: sin saber ni recordar. Como una condición. Algo que perdimos y no recuperaremos. Algo que nos definió y nunca se podrá cambiar.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

Escriba su búsqueda y presione ENTER para buscar