Los juegos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Celebrados sin público y con un retraso de doce meses debido a la pandemia, los Juegos Olímpicos demuestran una vez más el tamaño de nuestras limitaciones. Mientras la gimnasta norteamericana Simone Biles –considerada la mejor de la historia en su especialidad, aún por encima de Nadia Comaneci– renunció a la gloria en medio de la competencia porque no se sentía feliz, mientras ella desertó por convicción, el extraordinario papel de nuestra representante no le alcanzó para ningún metal. Las dudas existenciales de la Biles le provocaron la cesión de la medalla a otra gimnasta con menos conflicto intrapersonal y con mayor paz para obtener el oro. Nosotros nos habríamos contentado con el latón.
De diferente especie, el conflicto humano también apareció entre las participantes mexicanas de la disciplina deportiva de softbol. El personal de la villa olímpica descubrió los uniformes nacionales en el cesto de la basura, luego de que nuestra delegación abandonó las instalaciones tras la derrota por el bronce. En su mayoría nacidas en EE.UU., las integrantes del equipo protagonizaron un show aparte debido a un uniforme que no les gustó y una disciplina que no adquirió el estatus de competencia oficial. Ese deporte ni siquiera se practica en México. Su triunfo habría significado una victoria simbólica donde ganar es el único cometido; no importa a quién se represente ni en cuál deporte. El triunfo por el triunfo más allá de la competencia.
Caso asombroso merece el entrenador del equipo egipcio de Tae Kwon Do. Mexicano de nacimiento y medalla olímpica para nuestro país en el pasado, aceptó entrenar a Egipto después de un pleito trivial contra la Federación Mexicana. Considerado potencia mundial en este arte marcial, México perdió en todas las categorías durante la aún no concluida edición olímpica; pero el entrenador mexicano logró que los egipcios ganaran una medalla por primera vez en tal disciplina. Demuestra que no somos capaces de canalizar nuestro talento debido a políticas extradeportivas. Como manifestación cultural, el deporte simboliza nuestras costumbres. Estamos hechos para la derrota. Aunque merezcamos el éxito.
Hasta el momento, sólo llevamos tres bronces. La disparidad de los triunfos define el poder económico entre los países participantes. Para Estados Unidos, arrasar es una costumbre. Michael Phelps ganó él solo más medallas de oro que México en toda su historia olímpica. Nos gusta competir, aunque no ganemos.
El espíritu olímpico de unificar a los pueblos del mundo queda en entredicho cuando las medallas se reparten entre unos cuantos, que en alto porcentaje son países cuyas economías son las más poderosas del mundo. El Salvador o Uganda sólo aspiran a la emoción de forma vicaria con deportistas ajenos.
Como en los concursos de belleza, el COI debería conceder premios de consolación. Semejante al codiciado trofeo de Miss Simpatía, México podría llevarse una condecoración al entusiasmo, a la esperanza a prueba de fracasos o a las derrotas asumidas con dignidad. El barón Pierre de Coubertin debió haber nacido en Huejotzingo.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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