Los juegos II

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Los deportes contemporáneos transmitidos a través de la televisión son textos épicos actualizados. Los poetas clásicos son ahora conductores semianalfabetos rebasados por emociones hiperbólicas. El honor de los héroes se transformó en conveniencia mercantil y el orgullo nacional se complementa con legionarios apátridas que prometen más de lo que son capaces de cumplir. Los relatos orales que provocaban la unificación comunitaria han evolucionado a experiencias individuales donde el “zapeo” es el símbolo del poder y del hartazgo.
Que un país de 120 millones de personas obtenga 4 medallas de bronce conseguidas con sangre mientras otro tenga 40 sólo de oro demuestra la inequidad de la competencia olímpica. La mitad de las medallas siempre las ganan los 6 países económicamente más poderosos del mundo; la otra mitad, se reparte entre el resto de los participantes. La bonanza de una economía determina el éxito deportivo de los concursantes que la representan. Desde la ropa que utilizan, el programa con el que se preparan y la beca con la que sobreviven. En Estados Unidos, los deportistas son identificados a partir la preparatoria (“high school”). Las universidades les ofrecen apoyos muy atractivos que les permiten continuar el desarrollo de su talento atlético en coordinación con la federación deportiva correspondiente. Existe un seguimiento minucioso para cada aspirante que les garantiza su futuro, su profesión, su éxito atlético. Complementan su proceso con el apoyo psicológico y académico de las instituciones de educación superior a las cuales pertenecen.
En México, los deportistas de alto rendimiento son producto de su propio esfuerzo y de los acuerdos federativos que ellos mismos y sus padres –casi siempre sus representantes– son capaces de pactar. Sin tratarse de una actividad estrictamente prioritaria, el deporte queda al arbitrio del talento extraordinario, la persistencia casi masoquista y sobre todo el azar. Así las cosas, las cuatro medallas olímpicas (con la excepción del futbol donde todos los integrantes del equipo son profesionales) resultan un milagro excesivo. Conseguimos además siete cuartos lugares que erigen a la perfección nuestro “ya merito” endémico.
En época de montajes informativos, podríamos llevar a cabo una puesta en escena de nuestros deportistas olímpicos ganando docenas de medallas de oro, para beneplácito general y orgullo de los federativos. A modo de psicología invertida, las “fake-news” tendrían que ser reportajes de la verdad que desmintieran el teatro. Eso reivindicaría al periodismo. Daría aplausos a nuestros competidores y votos a los políticos que siempre quieren sacarse la foto. Y nosotros, los espectadores comunes y corrientes, echaríamos fuegos de artificio y alusiones nacionalistas, impecables y diamantinas.
Los cuatro bronces no significan el premio de consolación de nuestro fracaso sino el reconocimiento de nuestra excepción deportiva. Ganaremos cuando los juegos se lleven a cabo con pelota de hule bajo la sombra de las pirámides y el perdedor honre a los dioses bajo el protocolo sacrificial de todos los pedernales.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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