Lavadoras
Jorge Valencia*
La existencia de las lavadoras automáticas demuestra el grado de evolución de nuestra especie.
Inventamos aparatos para hacer lo que no queremos, lo que no sabemos o podemos.
En algún punto, la industria textil tuvo que fabricar ropa que admitiera el agua y el jabón. Ropa que pudiera volver a usarse el mayor tiempo posible. Entonces, aparecieron las lavanderas como parte de la familia. Primero de la familia real; después, de los ciudadanos comunes cuando la higiene triunfó como criterio de salud. El jabón prolongó la vida de las personas. Con la limpieza de sus cuerpos y de sus cosas.
Cuando el río quedó muy lejos o el temporal de las lluvias se prolongó más de lo deseable, la gente requirió excedente de agua potable para lavar la ropa y los platos, además de la ducha y el consumo. La ropa pudo multiplicarse. Mantenerse en el guardarropa, según la temporada, o en el cesto de la ropa sucia, según la obsesión de los usuarios.
Había que lavarse y tenderse al aire y al sol. Esperar su escurrimiento.
Los aparatos actuales admiten el secado de la ropa mediante ráfagas de aire caliente a base de gas. No importa la temporada, la temperatura ambiente ni los materiales. La ropa se lava y se seca en máquinas que pueden ocupar menos de un metro cuadrado de cualquier vivienda. Siempre y cuando llegue agua mediante un intrincado sistema de tuberías, sólo posible en épocas recientes.
Lavar ropa dejó de requerir concentración exhaustiva o desgaste personal. Cualquiera puede lavar si es capaz de separar la ropa por colores, programar el aparato y oprimir el botón de encendido.
Las lavadoras automáticas admiten estatus. Las más complejas pueden programarse para remojar, lavar y secar con gradaciones según la delicadeza de las prendas, mientras las personas se desentienden para dedicar su tiempo a tareas más nobles. O menos engorrosas.
La invención de las máquinas pretende simplificar las tareas a través de la automatización de los procesos cotidianos. Robotina, la fámula de los Supersónicos, profetizó hace sesenta años lo que hoy celebramos con la nomenclatuta de “inteligencia artificial”: la robotización animada de las cosas que preferimos evitar.
Podría ser que la evolución tecnológica esté a medio camino entre lo que se nos ocurre y lo que las propias máquinas nos impongan. Al punto que las lavadoras automáticas trasciendan su función a confesores, acompañantes y deidades menores.
Ya se atisba la especialización de profesiones aptas para reparar los sensores de aparatos ultramodernos que nos ayudan a no hacer y, poco a poco, a no pensar. La inteligencia artificial nos sustituirá como especie. El apocalipsis se anuncia en IOS.
Por algo se empieza.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalencia@subire.mx