La catafixia
Jorge Valencia*
Chabelo se murió por fin. En el imaginario colectivo, su edad -que no era para romper un récord: 88- sirvió para formular toda clase de chistes hiperbólicos acerca de su longevidad. En efecto, a través de las redes sociales se difundieron memes ocurrentes y recurrentes respecto de sus años excesivos, hasta convertirse en el lugar común de las burlas y las alusiones a la senectud. Lo cual demuestra el poder de los medios recientes para homologar opiniones y repetir posturas. Lo choteado no hace gracia. La gracia (para los participantes de las redes) está en los matices de un mismo chiste contado “ad infinitum”.
El hombre de los pantalones cortos y la voz de pito de calabaza consiguió pasar a la legión de los referentes de la mexicanidad digital. Menos por sus virtudes que por sus puros años.
Parece lógico que en un mundo puerilizado, el niño anciano se haya convertido en “trending topic” alimentado por los fóbicos hacia la vejez que han hecho de las redes una pasarela de su orgullo generacional bajo la forma de la adolescencia demorada.
El nombre de Chabelo se asoció para siempre con el neologismo de la “catafixia”, la instancia ulterior del concurso dominical donde los niños participantes se sometían a un proceso de exhibición televisada de su torpeza. En la parte climática, Chabelo persuadía a los niños a dejar todo para “apostar” por un premio oculto tras una cortina: una sala, una bicicleta Apache o un premio burlesco (un anafre, una hamaca… cualquier cosa). Se trataba de un recurso amañado para para provocar el llanto de los participantes y la frustración de sus madres, quienes instaban a sus hijos a pretender la sala patrocinada por Muebles Troncoso.
La catafixia era la tentación del destino: el anhelo de lo sublime y la adquisición de lo grotesco. Los niños eran sometidos a un dilema del que casi siempre salían mal librados. Aún ganando la sala y el televisor, los concursantes -al fin niños- se quedaban con la sensación del despojo. La catafixia es el sinónimo de la mala fortuna y el mérito deshonrado que se acentuaba aún más por la obtención de un premio de consolación que consistía en una dotación completa de galletas Mamut.
Además del programa dominical de concursos infantiles donde se eternizó hasta el hartazgo, Chabelo hizo cine. Dejó en el camino al tío Gamboín, con quien protagonizó películas en blanco y negro en las que, convertido en el popular niño malcriado, hizo reír a una sociedad acostumbrada a educar a cintarazos y bofetadas. Con su corpulencia paradójica azuzaba a los adultos para terminar privado en un berrinche histriónico cuyo lamento desmedido provocaba la hilaridad y simpatía de los espectadores.
También fue el “Pujitos” de La Carabina de Ambrosio. Ahí le comprimió las rodillas a su supuesto ventrílocuo César Costa y se excedió en albures y bromas exorbitantes para los años 80.
Al maestro en el arte de provocar en otros el acto televisivo del libre alberdío, le llegó la hora de pasar a la catafixia. Eligió por fin la sala oculta tras la cortina. Sólo él sabe si la cesión de las medallas obtenidas durante sus 88 años de vida, valió la pena. El gran premio le fue develado con la muerte. Como sea, no tendrá el paliativo consolador de las galletas Mamut.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx