Invierno

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Aunque matizado según la zona de nuestro territorio, la frialdad del invierno mexicano tiende a la depresión o la nostalgia. De no ser por los pinos de plástico y la nieve de poliuretano, nuestro trópico recibiría la navidad como un concepto. En cambio, a mil metros sobre el nivel del mar la nieve no se extraña debido a las temperaturas inusualmente bajas que obligan chamarras de doble forro y café con refil. Nuestro frío es el calor de otros, pero más frío que el resto del año. Temporada de suéteres y de bufandas, de tos y estornudos y pies helados. Con excepción de los niños que están en proceso de reconocer su conciencia, se trata de la temporada en que nos encontramos más solos. Paradójicamente. Los amigos que tienen hijos o que tienen padres, priorizan sus reuniones de acuerdo con los cánones que dicta la familia. Los que no tienen ni una cosa ni la otra -hijos ni padres-, preparan romeritos para dos. Sus mesas admiten filiación a razón de simpatía: amigos eventuales y llamadas inesperadas. Unos cuantos. En esas cenas no caben Santa Claus ni los villancicos. No hay más árbol que el de la banqueta a la intemperie ni más focos que los amarillos que ocupan el centro de todas las habitaciones. Se bebe vino y se cita a Walter Benjamin. El rock nacional compite con el argentino. Se trata de una cena íntima donde la navidad es una reunión de ausencias. Los que no están, protagonizan las anécdotas y los afectos. Día de muertos continuado. Acentuado por el ambiente popular y los regalos condicionados por un incercambio de protocolo. El brindis se omite por respeto a las emociones. Se cena temprano y suficiente (las cenas navideñas se distinguen por el exceso). Los perros son una compañía grata y razonable: miran con antojo el humo de los platos y escuchan con espanto los cuetes de una felicidad que llega a través de la ventana. Posiblemente exista una tele desde donde los conductores realicen celebraciones fingidas, con esferas verdes y pavo seco que la tradición considera apropiado para la contención aséptica de las pasiones. A falta de chimenea, se recurre a un calentón empolvado y derroche de cortesía. Hay sirenas y rechinidos de llanta. Alguien lejano que canta a bajo la inspiración de la sidra.
El invierno es una época oportuna para reconocer la edad y la limitación de la memoria. Hubo mejores tiempos. Gente difusa con rostros imprecisos y cariño puntual que obnubilaba el frío y justificaba los obsequios. Quedan fotos y acentos heredados. Y la costumbre de los romeritos. Entre dos, los abrazos saben sinceros.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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