En su día

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

El maestro es alguien que no se enferma. No se enoja. No tiene compromisos repentinos ni asuntos personales de urgencia. Su presencia ininterrumpida es condición para el fenómeno educativo. Puede faltar cualquiera, menos él. Nunca le ocurre un congestionamiento vial ni se le acaba la pila a su reloj despertador. No se vence nunca su licencia ni debe asistir a ningún sepelio. Dentro del aula, nunca siente ganas repentinas de acudir al baño ni busca una pastilla urgente para la jaqueca. Aún eso lo programa para el cambio de clase o la conclusión de la jornada. De preferencia, para el sábado o las vacaciones.
Habla con propiedad. Conoce el significado de todas las palabras. Sabe todo de cualquier tema. Nunca se equivoca. Sus opiniones siempre son equilibradas y sensatas.
Viste de manera impecable, siempre apropiado para la ocasión. Siempre está limpio y huele a perfume. A pesar del viento, siempre está peinado y muestra una sonrisa cepillada y amplia.
No sube de peso. No envejece. Si tiene canas, siempre las ha tenido. Si está gordito, siempre lo ha estado.
En sus redes sociales, publica textos que provocan una reflexión profunda; e imágenes que conmueven.
Si los alumnos le preguntan alguna una duda, responde con delicadeza y afecto. Aunque se trate de tonterías, siempre encuentra el aspecto inteligente –a veces forzado– de la pregunta. Inspira confianza. Provoca interés en la clase, aunque se trate de ángulos obtusos.
Sabe cuando algo preocupa a alguno de sus alumnos. Sin decirlo, con su sola mirada compasiva expresa solidaridad y apoyo. Hace sentir a sus alumnos que cuentan con él (o ella) para lo que sea, a la hora que sea.
Es guía moral para sus estudiantes. Por lo tanto, es canon de conducta que asume su compromiso con convicción y firmeza. Si su madre fallece, se muestra entero; si le roban el coche, verbaliza la ventaja sustentable de utilizar el camión. Vive en carne propia el lema socrático: “es mejor sufrir una injusticia que cometerla”, frase con que arremete cuando un alumno le responde de manera descortés. Cuando eso ocurre, algo en su mirada obliga la asunción de la culpa y la solicitud de una disculpa sentida y sincera, al día siguiente. El maestro da una palmada en la espalda y confiesa que ya lo había olvidado.
Repetimos sin querer su forma de hablar. Sus comentarios y sus ademanes. Nos convertimos sin saberlo en una continuidad de él (o de ella).
Cuando el año se termina, recibimos un abrazo y una boleta. Luego viene otro maestro y otro más. Concluimos los estudios y recordamos a medias las anécdotas de la escuela. En casi ninguna aparece algún maestro.
El maestro (o la maestra) nos recuerdan a nosotros por la mirada y el temperamento. Rara vez por el nombre. Alguno de tantos habrá sido el hijo que quiso tener o tal vez el niño que él mismo quiso haber sido. No lo sabremos nunca. El maestro es un ser distante y asimilado, deglutido poco a poco por el olvido formativo, restaurador.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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