Emboces

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

En tiempos de aulas invertidas y humanidad a la deriva, destaparse la cara se valora como una actitud irresponsable. Lo que tradicionalmente fue considerada una manía de ladrones o de fanáticos religiosos del Cercano Oriente, hoy significa la supervivencia ante la pandemia que nos azota.
La sensualidad de Rodolfo Valentino embozado tras un califato de ornato hollywoodense es una anécdota actualizada en la vida cotidiana de quien se expone a salir a la calle para garantizar el sustento. Los cubrebocas son los equivalentes de las pañoletas con que John Wayne enfrentó la adversidad. Ser un buen ciudadano significa cubrirse la nariz y la boca. Tocar lo indispensable, guardar una distancia oportuna hacia los otros.
Está demostrado que a los mexicanos el virus nos hace los mandados. Somos desobedientes y temerarios a fuerza de los genes y las malas experiencias. Aprendimos que lo que dice el Gobierno siempre es mentira y lo que les pasa a los otros, a nosotros no nos pasará nunca.
Mientras otros se ocultan, nosotros nos mostramos; mientras otros orientan, nosotros nos mandamos solos.
Si nadie saliera de casa, los contagios pararían en semanas. Pero salimos de casa por necesidad del sustento o por pasión hacia el ocio. Nos merecemos vacaciones portuarias y despilfarros relativos. Visitamos parientes y amigos. Acudimos a restaurantes y a farmacias para comprar papitas.
Aprovechamos la situación para conservar recuerdos. Las graduaciones sólo merecen el certificado si se organiza una caravana de coches pintarrajeados y bocinas excesivas que vagan la ciudad para anunciar la privatización de la dicha. Los papás son los primeros en fomentarlo, reclamarle al Director por no montarse en su Datsun y pelear con las “toritas”: “es mi gusto y mi derecho”, discuten.
Hay familias que no se aguantan las ganas de sacar a pasear a la abuela “para que estire las piernas”. Transitan banquetas imposibles. El riesgo vale la pena. Las rutas ciclistas se atestan con deportistas necios y turistas que aprovechan para desentumir el hastío.
Los gobernantes riñen entre sí. Exhiben sus flagelos y exponen sus desacuerdos. Las disputas no sólo son por adeptos sino por la aspiración legítima de tener la razón. En el debate todos los argumentos son válidos y maquiavélicos: el cubrebocas no sirve para nada, dicen unos; las cifras son inventos de Gatell, dicen otros. Hay quien afirma que el virus no existe. Es un complot fraguado por el Centro, dicen quienes aseguran que Armstrong nunca pisó la luna.
Entre el desorden y el botón rojo, la muerte por Covid-19 es el precio de la libertad. Los muertos oscilan de la necesidad al capricho en un país embozado que reclama otra “selfie”. Algo tendremos que recordar.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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