El príncipe

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

“El Príncipe” mereció el título nobiliario gracias a una voz de privilegio que le alcanzó para definir la balada en español y para demostrar que la perfección es imposible. Al menos, no es para siempre.
Miembro confeso de AA, la voz se le acabó con la misma prontitud con la que obtuvo la fama, los premios iberoamericanos y la referencia obligada en televisión abierta.
El rango de las notas cuya voz demostró y grabó en los acetatos y programas al aire, sólo amerita el asombro. La boca abierta de una audiencia acostumbrada al círculo de Sol y el comentario acertado: esa voz no es mortal.
Su grado de complejidad vocal debía ser efímero, como el relámpago. Y, sin embargo, le valió cincuenta años de una carrera sustentada en la memoria de sus fans, los disimulos orquestales y la magia de las cabinas de las disqueras. Todos los pretensiosos cantaron a dueto sus grabaciones enlatadas, propusieron versiones cantables con distintos ritmos y tonos e hicieron chistes de su condición. Llegó el momento en que hablar para él ya fue mucho. Sus últimas presentaciones en vivo gozaron de la indulgencia del “playback”. Procurar sus canciones todavía en directo resultaba un exceso. Ni las orquestas sobrevivieron a las versiones originales que se repiten con la oportunidad de un milagro.
Del cantante de boleros que se alquilaba por unos pesos en los barrios de la Ciudad de México, José José obtuvo su principado gracias a una interpretación fuera de escala que la televisión atestiguó, fomentó y consumó. Es el cantante de la voz imposible, el niño de pelo rizado que sólo sabía cantar. Produjo mucho dinero a los ambiciosos y muchos suspiros a los enamorados.
Con él se potenció y concluyó una aspiración estética: la del bohemio que se perpetúa en una canción. La canción sin fecha ni propietario. Ni siquiera conquistó la composición; inspiró a otros para entregarle baladas descriptivas a la medida de sus descalabros emocionales. Es el triste cuya tristeza arrasó los festivales y las estaciones musicales. El niño seducido por la gloria, el dipsómano en crisis perenne, el intérprete por antonomasia.
Su leyenda lo rebasó hace mucho. Sorprende que no haya muerto en momento más pertinente y que haya vivido una vida colateral después de lo que su voz consiguió. Nadie cantó como él, ni él mismo. Su carrera se fraguó a partir de la recurrencia, de lo que alguna vez pudo y le valió la inercia.
Su nombre repetido es un clavo. Suena a porra, a eco de sí, al remate de un legado no pretendido en nuestro imaginario colectivo. El Príncipe abdicó a su corona: José José somos todos. El pasado nos define.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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