El hábito de bañarse

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Se considera bañarse al acto de mojar el cuerpo, frotarlo con jabón y enjuagarlo. Limpia la mugre cotidiana y tonifica el mayor órgano del cuerpo humano: la piel. La frecuencia del aseo depende del clima, de la situación socioeconómica y de la idiosincrasia. Los franceses son famosos por dosificar el baño hasta lo estrictamente indispensable; una vez que el sebo del cabello lo reclame o los perfumes pierdan su cometido. Puede que se trate de un lugar común. El motivo principal es el costo del agua, de manera que el más limpio sea quien pueda despilfarrar 50 litros cada día. En México, el criterio depende del SIAPA. La regularidad de su servicio es un misterio que rebasa todo entendimiento: ni la copiosidad del agua de temporal asegura el abastecimiento puntual.
Bañarse en la noche beneficia el sueño, pero hacerlo en la mañana favorece la agilidad para enfrentar la jornada. Con higiene, la rutina se enfrenta mejor.
Existen quienes recomiendan la moderación de esta costumbre, aduciendo beneficios indemostrables. O quienes alternan la limpieza del cuerpo con la del cabello. En un mundo gregario, las narices no pueden ser engañadas. Se nota quién carece del hábito.
En la antigüedad, los romanos propagaron la práctica como síntoma de civilización. Los afeites tenían un objetivo comunitario. Ahí celebraban negocios y ratificaban sus afectos. La intimidad de la costumbre apareció con el pudor como un acto de prevención contra la lujuria.
La cristianización del imperio romano difundió la vergüenza como condición para la santidad. A la Edad Media debemos la pudicia de la limpieza y la individualización de los enjuagues.
Aún hoy, todas las secreciones humanas tienen el rango de eventos deleznables, dignos del ocultamiento y el disimulo. Evitar el desodorante es admitir el repudio, la segregación y la mofa. Si la perfumería se inventó en una sociedad sin agua ni jabón, la pulcritud de la vestimenta determina hoy un parámetro adicional para el repudio.
Los “hípsters” ponen en entredicho el criterio de lo aceptable. Imprimen un esfuerzo excesivo a su descuido. Paradójicamente, se esmeran en demostrar que no les importa la apariencia. Gastan lo que no tienen para adquirir marcas y copiar estereotipos que aseguran no representar. En un siglo de naturaleza contradictoria, la gente se esfuerza por pertenecer a un grupo que a nadie interesa. La cultura de la egolatría se erige con el paradigma del materialismo individualista que previeron las ideologías de la derrota. Un acto tan simple como bañarse adquiere la condición de una bandera, una tradición, un rasgo de aceptación a los que todos tienen el derecho de renunciar.
Por lo tanto, apestar es un acto de rebelión.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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