Burlas

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

La burla es una forma de violencia. Quien la ejerce, lo hace generalmente a carcajadas y, quien la recibe, se sume en una ira reprimida, enrojecida, que le estimula la reflexión y la emancipación de los afectos.
Consiste en referir aspectos sobre los que los otros no tienen potestad para modificarlos. Principalmente, características físicas: el que le falta pelo, el que tiene una estatura mínima, el que tiene un color de tez diferente a la generalidad… Condiciones que nadie decide y sólo cumplen un contenido genético. Así, el “pelón”, el “enano” y el “prieto” sufren el escarnio sin culpa y sin derecho de réplica.
El burlesco refiere la peculiaridad del otro con la finalidad de que los presentes del grupo se rían. El sujeto burlado asume el comentario con incomodidad y vergüenza. Si manifiesta su enojo, la burla adquiere un mayor ahínco. La risa y la vergüenza se acendran.
Es una práctica de poder, como todo acto de violencia. El mensaje tácito es “aquí, nomás mis chicharrones truenan”. Eso y la descomposición gastrointestinal asociada con la elocuencia inexistente.
Si el burlesco goza de una condición de supremacía jerárquica sobre quien ejecuta su guasa, la burla se intensifica y la réplica se reprime por el doble riesgo de perder el empleo o un beneficio que depende de aquél. La burla se convierte en acoso.
Otras veces, el motivo de las burlas se refiere a un aspecto que no tiene que ver con la constitución genética del otro, pero sí con una costumbre delimitada por una condición socioeconómica. Por ejemplo, la vestimenta. Por tratarse de una elección restringida al presupuesto, la camisa o el pantalón se convierten en un blanco inequitativo. Burlarse de ello representa una agresión de clase. El patrón que se burla de su empleado por el suéter, comete un acto de clasismo.
En cualesquiera de los casos, la burla prtende provocar la hilaridad de la concurrencia. Casi nunca ocurre entre dos; supone un quórum suficiente para preponderar el liderazgo laboral, familiar o profesional del emisor del chistorete. Y por lo regular, quien lo recibe evita los golpes por prudencia.
Se necesita ser muy insensible para no darse cuenta que la burla casi nunca -nunca, de hecho- es bien aceptada. Se provoca una situación incómoda. Las caras se sonrojan y se agazapan rencores que en el futuro brotarán en forma de una revancha.
La amistad no admite esa coloración de comentarios. En cambio, sí los admite la envidia y la inferioridad intelectual. La inteligencia respeta las formas y los contextos. De manera que el burlesco asoma sus trastornos íntimos con la transparencia de una ventana. El que se burla del otro, es acometido por un resentimiento sin registro y una humanidad limitada de virtudes. El burlado, de esta manera, es honrado sin propósito y admirado sin querer. La burla, paradójicamente, se transforma en una adulación.
Los que se ríen, intentando quedar bien, sólo cumplen la función actancial del lambiscón.
El humor entra en otra categoría y precisa una lucidez verbal de la cual el burlesco carece. La burla es el balbuceo de un antropoide en etapa preverbal, golpeándose el pecho para delimitar su territorio. Toca verlo con compasión.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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