Aviones II

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

El verdadero milagro ocurre cuando el avión aterriza. Algo personal queda en los aires. Hechos para ceder a la fuerza de la gravedad, los humanos añoramos lo que no somos: pájaros imposibles, ángeles terrenos, espíritus exentos de las leyes físicas.
Los aeropuertos hierven como hormigueros: gente que va y viene. Pasajeros en sentido estricto, todos corren contra el tiempo. Unos para alcanzar el vuelo, otros para recoger a los recién llegados.
La máxima soledad consiste en llegar sin alguien que espere. A veces ocurren adioses definitivos que no saben. A diferencia del tren o del barco, el riesgo y rapidez de los aviones permiten tristezas minimizables. La posibilidad de una tragedia allana o cuando menos suspende la fuerza de los afectos. Éstos se potencian durante el arribo. Una vez en los andenes, se recobra la conciencia del olvido. Renace la soledad. Se reviven las distancias de tajo. Lo que en otros medios de transporte es un sentimiento gradual que se sufre de a poco, en los aviones todo ocurre a la hora del descenso. Es que volvemos a ser humanos.
En algún rincón de los aeropuertos, siempre está Penélope, tejiendo, sentadita en un banco.
Los aviones son licuadoras de lo momentáneo. A bordo, las cosas resultan fugaces y relativas. El presente se magnifica. El piloto engola la voz para suponer serenidad; las aeromozas sonríen y sirven whisky; los compañeros de pasaje roncan y tosen y fingen leer y hablan en voz baja, como en toda ceremonia del miedo. Durante el trayecto, Dios actualiza su prestigio.
Los aviones son cosas que sólo pasan. Metáforas perfectas de la vida, en México “dar el avión” es tirar a otro de loco. Darle por su lado, negarle la dignidad de la contradicción. Renunciar al decoro de una conversación discutida. Significa “sí, ajá”. Y aterrizar en un destino distante.
En menos de cien años, los aviones pasaron de aspiración tecnológica a arma de guerra y de ésta, a medio de transporte. El “glamour” de volar que simbolizó alguna vez Jackie Kennedy con sus despedidas sedosamente enguantadas, quedó en los negativos pretéritos de la revista Life. Los jets actuales posibilitan viajes de clase turista y aperitivos a base de fritangas. Los mozos aéreos distribuyen a los pasajeros por kilos idiosincráticos. Una familia de gordos asegura un vuelo sosegado a costa de su división atómica. Hoy los asientos apestan a sudor y prisa. Dios se hace presente sólo a través de la insistencia.
Demuestran (los aviones) la redondez de la Tierra. La tenacidad de nuestra especie y la inutilidad de las despedidas.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

Comentarios
  • Adriana Piedad García Herrera

    ¡El asiento en la salida de emergencia!
    ¿Y si se presenta la emergencia?
    Mejor ni pensarlo.
    Mejor otro asiento.
    Saludos

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