Amistad

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

La amistad goza de un prestigio malintencionado fomentado por publicistas que argumentan globos, peluches y tarjetas como evidencia de un sentimiento sobrevalorado.
Al punto que no hay 14 de febrero sin una frase de Arjona, camisas de color rojo y chocolates que traducen besos.
Pareciera un propósito más que una coincidencia; una obligación más que un hecho fortuito provocado por las circunstancias.
Sin proponérselo, el brasileño Roberto Carlos resultó precursor de lo que se entiende hoy día, al cantar hace cuarenta años su anhelo por adquirir “un millón de amigos”. Facebook permite etiquetar a muchos más, algunos ni siquiera se conocen o viven al otro lado del mundo. En el sentido digital, la amistad es una inclusión voluntaria en la página de otro. Cualquiera puede ser “amigo” del Presidente de Mongolia.
En sentido clásico, se trata de un afecto justificado por la convivencia, por los momentos de alegría o de tristeza donde dos comparten la experiencia de la vida. La amistad no se busca ni se pretende; ocurre por casualidad, como un cometa fugaz o como un pájaro estrellado en una ventana.
Se acerca a la monserga. A una bolsa pesada donde se empacan las compras del súper. Los amigos no se eligen ni se admiten. No cabe la solicitud ni el vínculo ofrece un origen preciso. Se saben amigos los que lloran una muerte o recuerdan una anécdota común. Los que pasan juntos el tiempo y sienten simpatía por una misma cosa.
La relación amo-criado entre el Quijote y Sancho Panza sufre una transformación a lo largo de sus aventuras. Se dice que éste se “quijotiza” y aquél se “sanchifica”, lo que demuestra que la amistad provoca una fusión donde quien da, recibe. Por lo tanto, la amistad es una pérdida de sí y una absorción del ser.
Brota como una flor en el pavimento. Aparece mientras se comete un propósito. Jesucristo fundó una fe con doce amigos. Aquiles destruyó una ciudad para vengar a un amigo. Los amigos comparten una fe: pretenden la consecución de algo: un descubrimiento tecnológico como Wozniak y Jobs; terminar con la maldad, como Batman y Robin; sobrevivir, como Robinson Crusoe y Viernes.
Hay quien pasa por la vida sin sufrir una amistad. O quien no la reconoce a pesar de experimentarla. Se construye como los hongos, con humedad y horas.
La amistad por antonomasia la ofrece el perro. Sabe cuándo lamer un pie o pararse de manos; cuándo echarse en un rincón o traer el muñeco que chilla para esperar que se lo avienten otra vez. Admite la torpeza y el descuido. El desvelo, el mínimo alimento, el grito. Se alegra con la alegría del amo y se entristece con su tristeza. Se contenta con el tamaño de la casa y con la dureza del colchón. La compañía es su única razón y su presencia, la justificación de su estirpe. Quien vive con un perro, no tiene otra cosa que celebrar. No existe amistad más profunda y sincera.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

Escriba su búsqueda y presione ENTER para buscar