Aviones

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

No es natural que los aviones vuelen. Se trata de un logro de nuestra civilización y una osadía de los pilotos. La aeronáutica se encarga de justificar las leyes físicas que permiten que un aparato de tantos kilos eleve un vuelo seguro: gracias a las turbinas, todo es cuestión de velocidad y de cálculo.
Los aviones son máquinas del tiempo que desaparecen personas en un punto y las reaparecen en otro, a muchos minutos de distancia.
Existe un protocolo que tiende al desánimo. Los pasajeros están obligados a presentarse una hora antes del vuelo que a veces es menor a la espera, en las salas acondicionadas para tal efecto, siempre incómodas, nunca breves. Si el vuelo es internacional, el tiempo de espera se incrementa.
No todos lo toman a la ligera. Hay quienes precisan de pastillas atolondradoras para minimizar la impresión. O bebidas alcohólicas que difuminan las sensaciones y revolucionan el hastío. Pero nadie afronta el transcurso del vuelo con la normalidad de un día de campo.
Los expertos aseguran que lo más riesgoso es el despegue y el aterrizaje. Diseñados para el aire, los aviones se rebelan a la fricción del proceso. Los optimistas argumentan que la experiencia es similar a una montaña rusa. Pero aún la montaña rusa es una actividad antinatural a la que se someten los amantes del peligro, los masoquistas de la aventura. Volar se goza bajo la conciencia del azar y la suerte.
Las azafatas son profesionales de la sonrisa. Su trabajo consiste en aparentar calma, aunque el avión esté en llamas. Los pasajeros lo saben e incita sus temores. Graduadas en serenidad, las azafatas son capaces de un histrionismo facial digno de medallas. Pasan una prueba de polígrafo o sufren un crimen violento mientras se liman las uñas. La película “Sólo con tu pareja” demostró la perfección estética de sus rutinas plásticas.
Los compañeros de vuelo resultan correligionarios temporales: los une la posibilidad de compartir una tragedia. La amabilidad con que se vinculan, a pesar de ser completamente desconocidos, sólo se comprende ante la fraternidad de un desenlace catastrófico.
En el aire, las nubes pierden su prestigio. Aparecen como vapores insulsos, sin mayor mérito que una visión borrosa a través de las ventanillas. A menos que se trate de la especie cúmulo, que suele venir acompañada de descargas eléctricas y únicamente como un peldaño pasajero en el ascenso o descenso de la aeronave. En ese caso, la lluvia se percibe como un mensaje maldito.
Una vez en tierra, los pasajeros reconocen la vida como una extensión merecida y observan de reojo al avión, de cuya panza han renacido, como el armatoste que es, inerte, reclamado por la gravedad. Ahí ocurre el verdadero milagro: la inmunidad extirpa la capacidad del asombro.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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