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 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Difícil no ser macho en un país donde se come chile, se eructa tequila y se tiran balazos al aire sólo para demostrar alegría…
La educación mexicana se fundamenta en la interpretación religiosa de los mitos bíblicos acerca de la famosa costilla de Adán y un laicismo escolar históricamente culpable, donde la discriminación (de raza, de fe, de género) es negada y asumida como natural.
Lo “correcto” está determinado por cualidades diferenciadas por el género. Lo que en un hombre se considera una conducta admirable, en una mujer admite adjetivos deleznables. Aunque tiende a cambiar, sobre todo a razón de la posición socioeconómica, las tareas domésticas suelen destinarse a las mujeres o a las fámulas (también mujeres) cuando la economía lo permite.
La equidad es un concepto adaptable. La falta de claridad de los argumentos ocasiona radicalismos belicosos. Las compañeras de escuela aprovechan el envión para acusar a sus novios el jueves por la mañana para terminar de fiesta con ellos el viernes por la noche.
Las compañeras de oficina pelean por su derecho al uso de escotes.
Si a los índices inobjetables de inseguridad se suma la asombrosa falta de definiciones coherentes, el resultado es una bomba de tiempo.
Como en su momento ocurrió con el denominado “bullying” escolar (en las escuelas todo era “bullying”), el riesgo radica en promover cualquier conducta masculina como insultante o “acosadora”.
Urgen descripciones, tipificaciones, acuerdos que garanticen una vivencia comunitaria sana. Reconocer nuestra sexualidad, como punto de partida, y los derechos fundamentales de todos. La convivencia también se aprende. La tolerancia y el respeto son aspectos que dependen de la concepción de los otros como el complemento y fin de cada uno.
Se prevé un proceso lento, tal vez delicado. Las teorías socioculturales jugarán un papel importante para decidir quiénes somos, quiénes queremos ser.
El paro femenino sólo admitirá un discernimiento útil en la medida en que se generen reflexiones al interior de la familia, la escuela, la oficina… Y se pacten formas de reconciliación.
No olvidemos que el origen del movimiento –si es que hay tal– está en la incapacidad gubernamental para garantizar la seguridad de las mujeres. No en la aversión machista que, habiéndola, se disipa con la educación (formal e informal) y el cambio generacional.
El mensaje para los varones no consiste en “cuidarlas”, sino en reinterpretar su papel en las actividades cotidianas. Mujeres y hombres somos complementarios, personas, ciudadanos, seres que aprenden y deciden.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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