Y ni cuenta que nos damos
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
¿Qué tan conscientes somos de la existencia, de las necesidades y de las aspiraciones de los demás? ¿En qué medida la escuela nos ayuda a ser más empáticos con nuestros compañeros de aula? Cuando observamos el comportamiento de las personas en algunos espacios compartidos, sean privados (como centros comerciales) o públicos (como las plazas y calles), caemos en la cuenta de que estamos más ensimismados de lo que resultaría deseable para la sana convivencia.
Es frecuente que las personas se olviden de su entorno y que caminen sin fijarse si alguien vienen detrás de ellas. Suele pasar en las pistas de entrenamiento y los caminantes, tratadores o corredores paracen no haber incluido entre sus aprendizajes el reconocer que esas pistas son utilizadas por otras personas interesadas en ejercitarse. A veces sucede en la calle, al caminar y se nota más en las banquetas estrechas en donde unas personas se mueven en zig-zag o se apropian de la mayor cantidad posible del espacio sin tomar en cuenta que algunos vienen detrás, quizá más rápido y necesitan pasar. A veces, esas personas “esponjosas” tampoco son conscientes de que alguien viene en sentido contrario al suyo, no dejan espacio para pasar, sino que esperan que los que vienen les cedan el paso.
Más grave resulta cuando quien se traslada lo hace sobre un vehículo que ocupa más espacio que un cuerpo humano individual. Hay quien rara vez se pone a revisar si alguien viene a los lados, atrás o adelante y no le importa saber para qué es esa palanca que está vinculada a los foquitos direccionales que encienden y apagan en la parte de afuera del vehículo. Ni voltean ni avisan de sus maniobras. Y estacionan sus cuerpos, sus vehículos o sus cargas sin fijarse en si estorban el flujo de los demás o si es el lugar más correcto o menos peligroso para poner su humanidad o sus objetos.
En buena medida, la escuela nos ayuda a darnos cuenta de que los demás son diferentes de nosotros, que tienen sus propias necesidades, sus propios ritmos, ocupan sus propios espacios. Además del contexto familiar, la escuela nos ayuda a la interacción con otros que no necesariamente son nuestros compañeros, amigos o conocidos. Que son simplemente “otros”, con otras perspectivas, otras capacidades, otras necesidades y otros proyectos.
Pero cuando la escuela, ya sea básica o superior, de principiantes, iniciados, avanzados o consagrados, no incluye entre sus preocupaciones el trabajo en equipo, la interacción, el diálogo, la negociación y la deliberación, difícilmente seremos capaces de entender que hay otras perspectivas y otras maneras de usar el espacio y el tiempo. Si la familia y la escuela no nos han ayudado a fijarnos en los demás y observar e inquirir acerca de sus necesidades, de las cosas que les agradan o molestan, difícilmente seremos conscientes de las maneras en que invadimos los tiempos, los espacios o los recursos de los demás. Si la escuela y la familia promueven únicamente la competencia, la rivalidad, los triunfos individuales, es probable que derivemos en habitantes de las ciudades y luego en ciudadanos con escasa conciencia de la existencia, necesidades y diferentes proyectos de vida de las demás personas con las que convivimos. Si no dedicamos tiempo para entender y observar las vidas de los demás, las consideraremos de poco valor, de nulo interés y de escaso futuro. En buena medida, en nuestras interacciones en el aula resulta importante resaltar la existencia de otras personas, otras maneras de ver, otras ideas, otras aspiraciones que no necesariamente coinciden con las nuestras, y que nos ayudan a comprender los proyectos propios y a buscar inspiración en y a la vez que dar espacio a los proyectos ajenos.
*Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. rmoranq@gmail.com