Vocho

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Instalada en Puebla, la fábrica alemana de Volkswagen produjo el primer vocho manufacturado por completo en México en octubre de 1967. En total, se fabricaron poco más de un millón seiscientos mil vochos en nuestro país hasta el año de 2003.
Consentido de los mexicanos, el coche se convirtió en un clásico. Todas las familias de clase media tuvimos uno, nuevo o de medio uso. Se popularizó porque era el coche más barato del mercado y el que menos problemas mecánicos provocaba. Todos los talleres podían componerlo cuando se requería y, con suficiente gasolina, era garantía de que no dejaría al conductor a medio trayecto de su destino. En caso de necesitarse, todos podían empujarlo para arrancarlo en segunda velocidad.
La comodidad pasaba a segundo término cuando se requería estacionarlo en cualquier parte. Daba la impresión de apretura. Su diseño redondeado provocaba a los pasajeros tender hacia el centro. Ladear la cabeza. Abrir las “ventilas” para evitar la claustrofobia.
Era macizo como un huevo. Sus puertas sellaban con un golpe inconfundible provocado por los hules de los empaques.
La película de “Cupido motorizado” de 1968 terminó por convertirlo en leyenda. Se trataba de un coche animado capaz de comunicarse y expresar emociones. Ganaba carreras y tenía impreso en las puertas el número 53.
El vocho no era un coche pretencioso. Al contrario. Su humildad se compensaba con su destreza para llevarnos a todas partes, por cualquier camino, bajo cualquier clima.
Varias generaciones de mexicanos aprendimos a manejar un coche estándar montados en un vocho. El motor hacía un escándalo compensatorio a la velocidad que alcanzaba en primera. El “clutch” obligaba un acto de persistencia: en congestionamiento vial, el vocho era compatible con desinflamatorios musculares debido a la fuerza que ameritaba la pierna izquierda.
Frenaba de manera retardada. Casi nunca obligaba el rechinar de las llantas. Era seguro y ágil.
Su popularidad motivó a los ladrones de partes a vender las piezas robadas en el baratillo, con el contubernio de las autoridades que brillaban por su ausencia.
Bastaba con que el motor estuviera en buen estado para reconstruirlo de manera intuitiva. En el deshuesadero se hallaba el duplicado para la salpicadera faltante, la puerta abollada o el volante quemado por el sol.
En el vocho aprendimos a tener amigos. A pasear a una novia. A correr a 60.
La infancia es de color amarillo. Con calcomanías pegadas en los cristales y un claxon nasal con que mamá nos recogía del colegio.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

Comentarios
  • Eva Guzman

    Alcanzaba una velocidad de 160 kms por hora y es muy económico. Yo tengo el último, el más barato y en buen Estado

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