Verano

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Verano es temporada de lluvia. Puede presentarse en forma de chipi-chipi o de una granizada espléndida. También admite matices. El verano es húmedo y voluble. En la noche, frío; a mediodía, un calor insoportable a consecuencia de la evaporación.
Las lluvias veraniegas pueden frustrar las vacaciones en la playa y obligar al bronceador a quedarse empacado. Podrá haber sombra –detrás de las nubes de la especie cúmulo, el sol también toma receso–, pero los treinta grados centígrados anuncian la presencia del astro rey como centro indiscutible del sistema planetario. Nuestras costumbres giran en torno a sus caprichos. No en vano muchas culturas le han deificado. La lluvia y el sol mantienen una relación de extraño concubinato y muy pocas veces se exhiben juntos.
No hay verano sin pantalones cortos ni mangas de camisa. Las lluvias son un buen pretexto para los charcos, los barcos de papel corriente abajo y las bicis. La temporada antoja a sentarse en un café con ventanas para ver llover a cántaros sobre una avenida hacinada: los rompevientos improvisados, los paraguas insuficientes, los acuafóbicos… Los coches varados en las corrientes repentinas recuerdan que por ahí pasó alguna vez un arroyo y que la vida comenzó y terminará en el agua.
El verano es buena época para comer mucho y moverse poco. Probar nuevos platillos gastronómicos y posiciones inverosímiles para reposar: un equipal, una hamaca, la hierba rasurada de una huerta prestada… El ocio protagoniza latencias; ver tele o terminar al fin una novela dejada a medias. El verano trae consigo el argumento preciso para estrechar vínculos afectivos: ver junto a alguien el techo mientras se admira cantando otra vez a Sabina.
Durante la pubertad, el verano es ideal para sufrir una aventura amorosa. El origen es el excesivo tiempo libre y la manía adolescente para distorsionar la realidad. La madurez, en cambio, se aleja de la contingencia, tiende más hacia el otoño, el viento, la baja temperatura.
Verano es tiempo de cerrar ciclos. Vivir la conclusión de un año escolar, tal vez de una etapa completa. Terminar la prepa para comenzar la universidad, sin padres ni maestros (la educación superior consiste en aprender que ya no se aprende nada). Cambiar de costumbres, de hábitos, por qué no de país. El verano es ideal para exprimirse del corazón a alguien nocivo. Deshacer para siempre el rescoldo de una traición.
En verano pasan pocas cosas pero las que pasan resultan muy significativas. Eso lo sabe la FIFA y por eso programa sus torneos en estas fechas. Ocurre lo mismo con los estrenos cinematográficos y hasta hace pocos años (antes de la aparición de “i-Tunes”) con el lanzamiento de nuevos discos. Los niños aumentan centímetros a su estatura y los gorditos confirman el porqué de sus apodos. Los novios recitan promesas versificadas, deciden nombres para los hijos que no tienen y el color de la casa para un hogar que quizá nunca exista. Algunos planean nuevo trabajo, buscan otro departamento. Se practica un peinado distinto y se propone un diferente guardarropa. El horizonte queda más cerca, el mundo se achica y los sueños se agitan dentro de licuadoras nocturnas.
A veces todo queda en buenas intenciones. No importa. El verano es excepción. Paréntesis. Renovación. Asunción de una existencia apasionada, menos cerebral. Más intensa e intuitiva. Es verano… Hay lluvia y sol. La vida se presenta con la dignidad de una pausa y un perro que mueve la cola.
Con bermudas, camiseta sin mangas y unos lentes oscuros que le protegían a medias del sol, Dios creó al mundo un día de verano. Luego echó la siesta sobre una hamaca, bajo la sombra de las palmeras. La lluvia se anunciaba como un rumor.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

Comentarios
  • Nicandro Gabriel Tavares Córdova

    Ah, por hoy un suspiro de tranquilidad. Muy buen artículo del Académico Jorge Alberto Valencia. Cada día con mayor madurez nos comparte su literatura.

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