Vacaciones multitudinarias
Jorge Valencia*
Tener vacaciones cuando todos tienen vacaciones requiere un acendradísimo sentido de la resignación. O un amor propio flexible.
Por tratarse de temporada “alta”, el transporte, el hospedaje y los servicios alimentarios cuestan más caros que de costumbre. Es paradójico que cuando más venden (hoteleros, restauranteros y transportistas), más cobran. Como si el esfuerzo multiplicado mereciera un costo adicional. La teoría capitalista, colapsada.
El boleto del avión o del camión incluye una multitud. Fila para comprar, fila para abordar, fila para bajar, fila para las maletas, fila para el taxi…
Lo más sublime del viaje en autobús consiste en ir detrás de un niño chimuelo que imita los gestos desde el respaldo de enfrente. El viejito que ronca, la señora que comparte flatulencias y el griposo que apaga el aire acondicionado para difundir su malestar rencoroso.
Si los vacacionistas prefieren irse por su cuenta, y en familia, la carretera se satura con ilusos que suponen que son los únicos a quienes se les ocurre echar camino a las once, en pleno verano, con niños cuya vejiga es espontánea y su necesidad de liberarla, intransigente. Duplican el trayecto debido a las paradas continuas y las bebidas con exceso de azúcar. El llanto del bebé es la medida de su disfrute.
El calor de la costa anuncia la llegada, excepto cuando las vacaciones sólo alcanzan para la casa de la tía lejana que vive en San Luis Potosí.
Si los hoteles retrasan el ingreso de los solicitantes como un protocolo que estimula la tolerancia y augura la intensidad de las propinas, los desayunadores “todo incluido” dimensionan a cabalidad la idiosincrasia. Se paga con antelación para consumir lo que haya. O lo que quede en las ollas escarbadas. El “ribeye” y los camarones se cobran aparte y se digieren a solas, lejos de los otros vacacionistas húmedos que pretenden aprovechar la playa hasta el último rayo del sol.
La mercadotecnia homologa y multiplica los gustos. Aunque no sean baratas, las vacaciones multitudinarias comprometen la dignidad de los vacacionistas. Los comedores y los botes de basura se atestan sin alguien que lo solucione. Excepto las moscas. Los servicios presentan criterios de calidad que se compensan con la impresión de los propios vacacionistas de continuar su permanencia en casa. Todo es cotidiano y familiar. El desorden tiene la misteriosa sensación de lo que nos es propio.
Los empujones, la regadera averiada, los gritos inoportunos y la lluvia repentina hacen de las vacaciones días comunes y corrientes. Nos preparan para la normalidad y la costumbre. Volver a ser quienes somos.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]