Trabajo

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Tener un trabajo es aceptar una obligación, firmar un compromiso para el futuro. Por lo tanto, anticipar una visión del mundo y prometer conservarla durante el tiempo que dure. A pesar de las ventiscas y los contratiempos, los desacuerdos y las malas rachas.
Al parecer, el origen etimológico de la palabra está en “tripalium”, que fue un instrumento de tortura. En Occidente, el trabajo se asocia al castigo y el sufrimiento. Según el mito de la Creación, se trata de un castigo de Dios ante la desobediencia humana. La culpa la tiene Adán.
En ninguna acepción, el trabajo supone recreación, disfrute o diversión; y en todas, un valor pretendido que se canjea por el esfuerzo cometido.
Implica hacer algo a cambio de una paga. En la actualidad, la ley exige condiciones mínimas como una razonable cantidad de horas diarias, la generación de beneficios de seguridad y la dignidad de trato.
En el imaginario colectivo, una persona libre es aquella que no trabaja: alguien que dedica su tiempo a actividades lúdicas. Los destinos turísticos no ganarían los millones que reciben si no fuera por la idea muy arraigada de que la felicidad consiste en dormir más de la cuenta, quitarse la ropa hasta donde sea decente y comer bajo el régimen del todo incluido.
El trabajo es condición para obtener cosas. Algunas de éstas esenciales como el alimento y la vivienda; otras accidentales como la ropa, los viajes, el i-Pad… De manera que el trabajo se presenta como un mal necesario, un lobo hambriento al que hay que acariciarle el lomo con cautela.
Los maestros son profesionistas que gozan de prejuicios mal atribuidos. Uno de ellos radica en la creencia de que tienen muchas vacaciones y trabajan poco. Y que su especialidad se reduce a entretener a los niños seis o siete horas cada día enseñándoles cosas tan simples como la capital de Ucrania, las partes de una flor y el porqué de la tilde en las palabras agudas.
Hasta hace algunos años, dar clases era una solución en un país donde los profesionistas tenían que resignarse a competir por salarios de risa en condiciones de lástima. Un médico del IMSS gana menos que un taquero; un taxista, más que un abogado. Y todos cobran menos que una bailarina exótica.
Las escuelas abrieron sus puertas para admitir maestros con vocación pero que no estudiaron la Normal. Hoy por hoy, la Secretaría de Educación se encarga de demostrar que no cualquiera puede dedicarse al magisterio, ni siquiera los que tienen un título en Docencia. Como van las cosas, tal vez llegue el día en que nadie posea una licencia para dar clases y tengamos que volver al origen: educar a nuestros hijos en casa. Entonces habrá que incluir un verso a la famosa canción idealista de John Lennon: “Imagina un mundo sin escuelas ni maestros, donde los padres se encarguen al fin de reprender a sus hijos”.
Lo mismo en la actividad docente que en cualquier otra cosa, el trabajo sólo puede tener sentido si la naturaleza de lo que se hace coincide con las convicciones de quien se emplea. Sería impensable que el Che Guevara fuera gerente de un banco. El trabajo dignifica cuando supone trascendencia. El oficio de maestro vale la pena en tanto aportación a un mundo mejor, a través de la formación de nuestros niños y jóvenes. Los maestros construyen personas. No resulta espectacular. Ningún maestro es noticia de primera plana sólo por el hecho de ser un excelente maestro. El sueño es lento y espera con paciencia la llegada del futuro, aún a pesar de la SEP.
De otra manera, mejor colgarse lentejuelas y ensayar un baile sugestivo.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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