Resiliencia política

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Conceptualmente, la resiliencia ha existido como condición para la supervivencia de las especies; como término, goza de reciente inclusión a nuestra lengua, procedente del inglés, a través de la psicología. Se refiere a la capacidad de alguien para sobreponerse a circunstancias traumáticas.
Los mexicanos somos ejemplo (tal vez por antonomasia) de que la adversidad es una banqueta que se transita cotidianamente. La precariedad general con que nos enfrentamos a la vida probablemente nos haya vuelto relajientos y solidarios, como demuestran, por un lado, los festejos excesivos a los que somos afectos y, por otro, las tragedias asumidas con mansedumbre. Nos conmueven los radicalismos.
En tales condiciones, no es extraño que nuestras manifestaciones políticas y culturales tiendan a la esquizofrenia y la bipolaridad. Nuestras convicciones no parecen definitivas; se argumentan según las necesidades y el contexto. Nadie se acuerda de la guerra sucia de la dictadura de partido ni de la concertacesión, excepto cuando se promociona una consulta para procesar un juicio a los ex presidentes. Nuestra resiliencia parece alcanzarnos para el olvido, como demuestra el triunfo del PRI en algunas alcaldías de la Ciudad de México.
Votar por el “sí” al juicio para los mandatarios del pasado significa volver a raspar las cicatrices que siguen abiertas. Pedir explicaciones que no se darán, pero reclamar una venganza justificada, como lo demuestra el FOBAPROA, la matanza de Tlatelolco o las desapariciones políticas, hechos ocurridos los últimos 50 años.
Significa que la figura del “tlatoani”, que tanto hemos encomiado, también pueda admitir la desgracia. Que el ejercicio indiscriminado del poder –la prepotencia– tenga al fin consecuencias. Emparejarnos en la tribulación y testificar la caída de los dioses.
No nos hará mejores ni garantizará una sociedad más justa. Sólo provocará que los interesados en el cargo lo mediten mejor antes de obnubilarse con sus aspiraciones. Y que los privilegios vitalicios para decidir (muchas veces mal) sobre terceros, restrinjan sus alcances. Que el presidente se convierta en administrador de los intereses públicos. Sólo eso.
Nuestra resiliencia política admite al menos una consulta. En tono de borlote y con las manos frotadas.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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