Presidente trompetas
Jorge Valencia*
En una democracia, también los locos pueden ser presidentes. Lo único que se requiere es el voto de la mayoría. Que en un momento determinado y en un lugar específico un grupo defienda encarnizadamente una estupidez, no significa que la estupidez deje de serlo. Hasta fines del siglo XV, en Europa se sostuvo la planitud de la Tierra. De hecho, era un dogma. Colón demostró lo contrario. Lo mismo ocurrió con Galileo y el movimiento de nuestro planeta y con Darwin y la evolución de las especies. Los mitos se sostienen con la ignorancia; los locos, con el consenso. La realidad siempre es otra cosa.
La historia demuestra que los líderes están fechados: pertenecen a un aquí y ahora y representan a una sociedad concreta, con carácter y defectos. Donald Trump es el representante del fascismo posmoderno, aplaudido por los idólatras de la inopia y los fundamentalistas de la televisión por cable. Su mejor lugar está en el siglo XVII, a bordo de un barco negrero encallado en el Caribe. Le habría venido mejor usar sombrero de plumas y purificar sus pasiones con la manipulación de un látigo sobre las espaldas de los esclavos. Sus únicas virtudes están en la habilidad para acumular dinero y la destreza para atraer el “close-up”. No llega a un nivel de inteligencia promedio, como demuestra reiteradamente cada vez que toma el micrófono o escribe mensajes en “twitter”. Su fuerza expresiva se limita a la amenaza y el menoscabo. Gusta del escándalo y el debate de banalidades. Le seduce la singularidad del “raiting” y ser el blanco de “memes”. Es de los que dicen “que hablen mal de ti, pero que hablen”. El racismo es su bandera y la misoginia, su pasatiempo favorito. Está enamorado de sí mismo y juzga el mundo bajo el criterio de su propia nariz. No es un hombre guapo ni tiene una personalidad arrolladora; de hecho, muestra sobrepeso y se entreteje el peinado con los pocos pelos que aún conserva. Ser rico –aunque no el más rico– es su mejor presunción. La Casa Blanca está habitada por un oligofrénico que aparece en la revista Forbes y una “playmate” jubilada.
En los años 80, Reagan, actor republicano de medio pelo, renovó la euforia nacionalista en los Estados Unidos; mantuvo a raya a sus enemigos políticos (su ascenso en el partido se debió a la persecución que propinó a los comunistas), declaró la guerra a quien pudo y equilibró la economía con el recurso de aranceles y embargos. Bajo su presidencia, Hollywood reconstruyó el cine rosa con protagonistas extraídos del ejército y la fuerza aérea. Devolvió a los norteamericanos el orgullo yanqui y difundió entre los países el temor y la admiración.
Treinta años después, Trump resucita el chauvinismo con demagogia y definiciones “yuppies” que dejan un sabor de anacronía. En la forma, hay pocas diferencias entre su discurso y el de Hugo Chávez y muchas semejanzas con Adolfo Hitler. La megalomanía es característica común para quienes carecen de propuestas definidas y fundamentan su campaña en arengas y encono. Si los talibanes defienden a Dios, Trump se cree Dios.
Por las cosas que dice y los foros que escoge para hacerlo, su perfil psicológico se inclina al personaje del circo. Pertenece a la estirpe de quienes caminan por el alambre y se hunden sables por el cogote. Se tomaría más en serio si usara maquillaje, nariz roja y zapatotes de colores brillantes. Cuando menos se entenderían mejor sus mensajes. Es un payaso desterrado de su hábitat. Un cómico en velorio, un polemista del manicomio.
Se ve difícil que el Congreso de su país le permita concluir el cuatrienio completo. Se antoja más que regrese a su origen en un “reality show”, que lo inmortalice una botarga en Disneylandia o que funde un espectáculo de la risa, junto a Chuponcito y Platanito, y se anuncie como el Presidente Trompetas. Su estridencia es garantía de tiempos de penuria y confusión. Puede pasar a la historia como el más cruel o como el más chistoso. Parece que ni él mismo se tomara en serio. Tan-tarán, tan-tan.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]
¡BIEN!