Payasos
Jorge Valencia*
Los payasos provocan risa con torpeza trágica. Los mejores no necesitan hablar: prescinden del lenguaje oral con el texto de su propio cuerpo. Comunican ideas con precisión pantomímica. Los menos aptos fingen la voz; hablan como tontos y dicen simplezas: están en proceso de una perfección que los silenciosos dominan bajo rutinas meticulosas y sabiduría empírica. El mejor payaso tiene cien años y ha aparecido en escena más de mil veces.
Se ganan la vida con la resequedad de la piel. Lo mismo el “clown” de abolengo que el esquinero payasito “nalgón”…, se tapan los poros bajo el maquillaje de una personificación calculada. Avientan pelotas, dominan aros, se tropiezan con su sombra. Para ellos, el tiempo es tan preciso como la vida: nada sobra ni falta. Cada movimiento ha sido calculado. Son los seductores de la sonrisa.
En el lenguaje coloquial, ser payaso es ser sangrón. Hacer chistes fútiles. Pasarse de chistoso. Otra acepción refiere al payaso como alguien remilgoso que se hace del rogar. “No seas payaso” se le dice a quien se da a desear. “Comer payasito” es amanecer simpático. “Parecer payaso” es ser estrafalario o usar maquillaje en exceso.
La realidad del payaso no encaja con remilgos ni con excesos. Su comedia es una impostación. Tolera el riñón mientras se gana la vida. Sus zapatotes ocultan un caminar lerdo y dolorido. Cansado de oler el hule de una nariz que no tiene, finge una dicha que no existe. El suyo es un oficio, igual que el médico y el soldado. Sus muecas son las balas y las recetas de aquéllos.
Ningún caso tiene ser payaso para sí. El payaso se disfraza, se maquilla y se presenta para otros. Para decir algo aunque no tenga voz. Que el mundo es menos serio y más tolerable de lo que parece. Y que ser payaso no significa necesariamente ser feliz.
El payaso más famoso de la literatura declamatoria es Garrik. En el poema, Juan de Dios Peza muestra a un ser que finge. Su gracia le viene de una rutina probada, no de su naturaleza “per se”.
Los circos los contratan como estrellas menores, como preámbulo del hombre bala y del domador de tigres (cuando había tigres en los circos y los hombres-bomba eran seres de ficción). Los payasos ocupan una posición discreta en la jerarquía circense, debajo de los trapecistas y los fenómenos. Las verdaderas estrellas emigraron al cine y a la televisión; se desmaquillaron y aceptaron papeles estelares como lectores de noticias, presentadores de espectáculos y primeros actores. Quienes no tuvieron suerte cayeron en la política.
Pero los payasos de cepa renunciaron a los aplausos. Fundaron una comunidad secreta. Se casaron y tuvieron hijos. Tocan el piano de cola y se bañan a cubetadas con papelitos de colores. Esperan mejores épocas y un mundo dispuesto a reír.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]