Ñil
Jorge Valencia*
La albañilería es el arte de rehacer por intuición lo que el tiempo refutó a la estética. El albañil puede hacer un cuarto donde se previó un baño o un balcón en lo que fue cochera. Confronta las leyes de la física y evade las de la lógica. A diferencia de un arquitecto o un ingeniero, el albañil aprende gracias a los errores o los caprichos de otros. Rectifica purezas y regresa los sueños a la realidad. O viceversa: edifica imposibles y demuestra que a los límites sólo los define la mezcla. Y el presupuesto.
Para ser albañil se necesita masticar sin engullir los albures, hacer con una sola mano un sombrero de papel periódico y tener estómago para comer birote con jugo de jalapeños. No existe un albañil que no sepa chiflar, cantar a capela o justificar el asueto. Su ritmo pertenece a otro universo. Descansa para soñar enmendaduras espaciales. Trabaja desde el ajedrez del ladrillo.
La pared es un desafío, como la hoja del poeta o la piedra del escultor. El albañil es un bohemio de la mugre y el polvo. No existe uno que tenga las manos suaves ni las uñas limpias. Lo suyo es el modelado a falange, la aspereza táctil, la solución al tanteo. Es más fácil encontrar un buen diseñador que un albañil dispuesto. Empresa incómoda resulta domeñar su voluntad, hacerlo ir el lunes. Pertenece a la raza de la caguama en dos tragos y el amor a una distancia verbal. Para él, toda mujer amerita un piropo; todo varón, un apodo, una mentada de madre, una alusión venérea. Lingüista de la banqueta y el fango, sus aforismos arrancan costras de farsa y pudor. Académico autodidacta, aprendió el oficio en las alturas de una escuela o de una iglesia, hasta donde subió los bloques y los costales de cemento para su maestro. A prueba y error, a moretes y merthiolate.
Los más líricos carecen de sindicato. Se contratan a destajo, sin más firma que la palabra. Prometen una semana que son tres, un jueves que es un martes, un precio que se triplica a razón del misterio. Los albañiles luchan contra el destino. Contra la fuerza gravitacional de las ganas. En unas horas concluyen lo que estuvo pendiente un mes; en una cucharada, lo que no pudieron los cálculos isométricos. Viven con cal en los ojos, tíner en los pulmones, tornillos oxidados enterrados en las plantas de los pies. Y aún así, fundamentan la comodidad de un baño, la permanencia de un techo, la peculiaridad de un cuarto.
En México lo designamos con un apócope: “ñil”. Lo evitamos hasta donde la necesidad lo permite. Procuramos no pensar en él, como en un fantasma cíclico que aparece cuando las cosas resultan excesivamente normales. Entonces se presenta, ofrece remedios obvios, hace promesas que no cumple. Le rogamos favores, como a un dios olvidable que queda bien a medias. Con la columna torcida, rehecha, el desagüe liberado parcialmente, la humedad permutada de muro…, el albañil prescribe su presencia. Volverá, como el lunes o el martes, con la seguridad del deterioro natural con que la vida requiere enmendadura.
Todos somos ñiles. Vivir obliga una experiencia empírica.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]