Música

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

La música tiene la virtud de hacernos sentir tristes. Su poder evocador nos provoca imágenes de ambientes que estimulan nuestra añoranza.
Con una canción de los años 70 podemos volver a estar de la mano de nuestra madre en un día lluvioso de junio, al salir de la escuela. Gente con pantalones acampanados y patillas excesivas, entre anuncios lisérgicos y dulces con azúcar sin sellos.
La gente de 50 para arriba creció con la conciencia de un inglés sin significado. Las escuelas limitaban su enseñanza a la memorización de los verbos. Por lo tanto, en los Bee Gees el idioma era instrumental. “I will survive”, de Gloria Gaynor, era triste en toda su pureza, sin sentido verbal. La música no necesita palabras salvo para hacer aún más complejo su mensaje emocional.
La armonía guía un estado de ánimo que la experiencia asocia con escenas específicas y sentimientos revividos. Asociamos las canciones con anécdotas del pasado, cuando nuestros padres vivían y el mundo era un lugar confiable.
Las primeras novias llegaron con Camilo Sesto y versos que procedían de España. Mocedades empezaba apenas a contradecir su nombre.
El rock en español olvidó a Enrique Guzmán como un paréntesis sin herederos y arrolló con Soda Estéreo y Caifanes. La Negra Tomasa se fue de la casa de todos los jóvenes de una generación que recorrió a pie las calles de las ciudades hispanoamericanas antes de que los coches las acapararan. Nos reconciliamos con nuestra cultura cuando pudimos cantar canciones iconoclastas.
“La ciudad de la furia” es cualquier ciudad que pudiera nombrarse con nuestro idioma. El hombre alado refiere la preferencia hacia la noche, la libertad, la poesía prioritaria. Una época en que los versos en español acompañaron por primera vez a la guitarra eléctrica, la batería, los sintetizadores iniciales. Entonces, las piernas no dolían las cuadras abundantes y los días eran demasiado breves y nutritivos. Había literatura al fin con que referir la estridencia. Botellita de Jerez se convirtió en un grito de guerra.
La música permite la transmigración hacia el origen de nosotros mismos. Una tarde en una playa, una cena familiar, un parque de la mano de alguien…
Algo tiene de magia. De misterio. De poder extraño.
Provoca “déjà vu”. Recupera el que fuimos. El que se rebeló a ser aquel en el que finalmente nos convertimos.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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