Motos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Una nueva forma del suicidio es conducir moto. El cafre al volante de un coche evolucionó al cafre al manubrio de una motocicleta. Toda vez que la proliferación insana de los coches convirtió las avenidas en estacionamientos al aire libre, los vehículos automotores a dos ruedas encontraron la solución perfecta: avanzar entre carriles, banquetas y camellones. Al tono de “voy derecho y no me quito, si me pegan me desquito”, los motociclistas esquivan el embotellamiento con una temeridad digna de deporte extremo. El Departamento de Movilidad, que siempre va un paso atrás, enchalecó a los conductores de moto con la ostensión de las placas en la espalda –pípilas de destrezas circenses– y les obligó a atornillarse un casco.
Las políticas siempre son correctivas. Parece poco sensato sentarlos y darles un curso que, aunque se hace, siempre es exprés y nunca remedia nada. En su mayoría, los motociclistas no conducen por gusto sino debido a una obligación laboral: reparten comida, paquetes, mensajes… y deben hacerlo aprisa.
Los “rappi” son la versión tecnológica de las plagas egipcias. Su razón teleológica es entregar la pizza caliente. El caos vial que generan en su velocidad biológica resulta un mal necesario: después de 30 minutos el consumidor no les paga. Puestos los motivos en una balanza, es mejor romperse una pierna que exceder el tiempo de la tolerancia. Los comedores compulsivos y los patrones agradecen la baja autoestima del motociclista, aunque la señora con carriola tenga que ceder la banqueta a la furia contrarreloj de los “rappi”.
Lo que en un automovilista es un choque aparatoso, en un motociclista puede definir la diferencia entre la vida y la muerte. Como un actor de cepa, el compromiso existencial de un motociclista parece consistir en morirse montado en una Harley-Davidson con rines cromados.
El concepto de carriles, en México es una costumbre más apegada a los mitos. Esto ocasiona que las motos crucen a toda velocidad por todas partes, hasta en sentidos contrarios. En tal estado de entropía, el automovilista sólo apela a la buena suerte para no golpear una moto. Y si la golpea, que no resulte fatal.
Si eso ya es un peligro, el motociclista que viaja con la familia es un peligro magnificado. Hay padres de familia que no se atreven a negar un paseo en dos ruedas a la esposa, el hijo en brazos y el perro. Cosa que deja de ser deporte extremo y pasa a la categoría de suicidio en grupo.
Las ciclovías, que tanta polémica causan, podrían convertirse en motociclovías. Pero eso limita la adrenalina. Va en contra de nuestra idiosincrasia.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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