Mala suerte

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Los mexicanos estamos sometidos a la mala suerte.
Nuestra selección de futbol, cuando mejor juega, pierde. El fanático de la lotería que compra el mismo número durante 20 años, cuando no lo compra, gana. Y el que paga una fortuna por el seguro del coche, cuando se le vence la póliza, choca.
El destino nos tiene mala fe. Algo hicieron nuestros ancestros que estamos obligados a constelar. Tal vez en una sesión exhaustiva quede demostrado que somos los herederos de un diablo. O que los dioses nos guardan un resentimiento arcano que se manifiesta a través de nuestros fracasos cotidianos.
Comoquiera, los mexicanos poseemos una ingenuidad esperanzadora que nos motiva a levantarnos temprano, trabajar de sol a sol, cumplir las reglas.
Una buena parte de la población ha decidido enfrentar al destino mediante actos de sevicia y corrupción. Nuestro país atraviesa una crisis moral, de peores consecuencias que la económica.
La segunda se soluciona con desarrollo industrial y políticas de crecimiento sostenido y de justicia social de difícil implementación. La primera, la moral, requiere de profundos planteamientos a largo plazo y debe anclarse en argumentos educativos, difusión de instrumentos y espacios de expresión y actividades recreativas de iniciativa pública.
Ser gandalla es ser astuto, esquivar las reglas para propio beneficio. Burlar las filas, hallar pasadizos secretos. Simular. Y su consecuencia extrema: la imposición y arrebato por medio de la violencia.
Nuestra mala suerte se sublima por medio del arrebato de bienes que no merecemos (o que “aún no merecemos”) y justificamos bajo la frase de una ontología victimizatoria falaz: “no tengo otra alternativa”.
El ser sufriente, objeto de calamidades con que el Hado se ha ensañado, se transfigura en el protagonista de una insurrección explicatoria, poco a poco idiosincrática. Los niños no quieren ser presidentes; quieren ser capos para torcer el destino a su medida. La suerte es una ruta que se corrompe, una posibilidad que se manipula. Al punto de alcanzar el rango de una especie de santidad criminal o criminalidad santificada. La víctima simbólica que se rebela de la única forma que le queda: la delincuencia. Meter el gol con la mano, inculpar al inocente, apropiarse de lo ajeno…
Joaquín Sabina dice: “que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena…”
El imperativo categórico de Kant sólo cobra sentido (actuar como si la actuación fuera aplicable a todos los hombres de todos los tiempos); es una fantasía en ese contexto: también la conciencia puede sobornarse.
Qué mala suerte.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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