Luna
Jorge Valencia*
Cincuenta años en la luna demuestran que la poesía es un género fantástico. “Un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad”, dijo Neil Armnstrong al descender de la nave. García Lorca imaginó a la luna con un polisón de nardos. La primera desilusión de esa aventura espacial fue no encontrar en la luna ni un solo loco. Las evidencias recopiladas confirmaron que, en ese ambiente hostil, la vida es imposible. O que los oligofrénicos no necesitan oxígeno.
La luna ejerce potestad sobre los hombres. Su lectura cifrada permitió el desarrollo de la agricultura, de la astronomía y de la poesía. Los mayas articularon un calendario meticuloso de dieciocho meses con el que anticiparon los eclipses por quinientos años. Esta certeza ha permitido el oficio de nigromantes y astrónomos, cartomancianos y astronautas.
El lenguaje metafórico fue posible por las referencias que su influencia nos provoca. Las noches de luna llena son noches excepcionales que disponen para el amor. Muchos amantes se inauguraron bajo su fulgor alcahuete. Los bardos relataron faenas amatorias con la luna como testigo: si permite las mareas y las tempestades, también el milagro de los cuerpos. La luna es un astro voyeurista.
Durante el siglo XIX la luna se convirtió en un ser maligno. El romanticismo se valió de su jurisdicción para construir las historias de terror que aún espantan a los niños. Su misterio viene de una exhibición parcial, periódica, al parecer caprichosa. Julio Verne la anticipó como una conquista posible. La agencia espacial norteamericana se especializó en literatura de ciencia ficción. Cuando las computadoras aún no adquirían toda su potencia tecnológica, el Apolo 11 llevó a la luna a tres astronautas. Y los trajo de regreso. Ese fue su mérito.
Jaime Sabines dice que la luna se puede tomar a cucharadas. Lo que queda claro es que siempre demanda suspiros. Hay lunas congestionadas de nubes. Lunas amarillas como ojos de gato. Lunas menguantes, escondidas detrás de las puertas. Medias lunas defendidas por ejércitos y religiones. Y lunas mansas que se dejan acariciar el lomo como animales domésticos.
Algo de luna conservamos en la piel. Por eso brilla y atrae con una gravedad propia.
La luna contradice la noche, la restringe y desprestigia. Una luna plena prescinde de los focos y propicia la elucubración onírica. No somos los mismos cuando hay luna. Tal vez por ella volvemos a ser lo que en rigor somos: lunáticos expatriados y errantes. Con un destino posible, al alcance de alguna nave.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]