Los invisibles
Jorge Valencia*
Son los que pasan por la vida sin ser parte de nada. Nadie los recuerda de la escuela: no fueron ñoños ni burros; no sacaban dieces ni tampoco cincos. Nunca sufrieron “bullying” ni destacaron en ningún deporte. No eran galanes ni tampoco de los que todos recuerdan por feos. Eran comunes y corrientes. Los que se olvidan.
Los que no chocan el coche ni sufren accidentes aparatosos. No son dueños de empresas ni directores de ningún negocio. No fundan familias numerosas ni viven en casas envidiables. No escriben un libro ni filman una película ni pintan un cuadro. No cantan ni bailan. Ni siquiera cuentan chistes ni son el alma de ninguna fiesta. No son amenos ni odiosos. Nunca son la novia de la boda ni el muerto de ningún sepelio.
Ni amigos entrañables ni enemigos acérrimos. No caen mal ni bien. No son simpáticos ni son antipáticos. Ni odiables ni adorables…
Los invisibles se confunden, se minimizan, se relegan. Nadie sabe si congenian con Atlas o Chivas o si les gusta siquiera el futbol. Si prefieren el domingo, Charly García, la cocacola con hielo, los zapatos de baqueta, el frío de enero, los girasoles, las mañanas quietas… No se sabe si son casados o solteros, padres o hijos, sanos o enfermos. Si nacieron aquí o vienen de fuera. No tienen acento, rasgos característicos, cicatrices, señas particulares, lunares notorios. No poseen un tic, una caligrafía o un modo de andar peculiares. Nunca ríen de cierto modo ni usan una palabra repetitiva. No son altos ni chaparros, fuertes o débiles, blancos o negros. Nadie sabe qué estudiaron, cuál es su posición política, su preferencia sexual, su tendencia religiosa, su estrategia de flirteo.
Dicen lo que hay que decir. Cada día registran su entrada puntual al trabajo (nunca piden permisos); usan la corbata en la ceremonia y el ademán preciso en la conversación. Tienen un perro gris que casi nunca ladra, una casa modesta, un automóvil de medio pelo. No ríen en exceso ni lloran con estruendo. Se peinan de lado y visten de azul. Caminan por la derecha. Respetan al Papa. Dan monedas al menesteroso, las gracias al que cede el paso. Son ecuánimes en la desdicha, sufren con dignidad. Moderan su felicidad: no tiran balazos al aire ni echan campanas al vuelo. Evitan las aventuras, las situaciones extraordinarias, los desvelos. Duermen temprano, no toman vacaciones, nunca viajan. Siempre atienden el teléfono y el timbre del interfón.
Los invisibles no llaman la atención. Pasan de incógnitos. Viven con moderación. Practican la prudencia. Son flemáticos y templados, equilibrados y serenos. Comen correctamente. Se cuidan. No acuden a cajeros riesgosos. No presumen ni fanfarronean. Siempre dan las gracias. No van a fiestas (declinan las invitaciones con cortesía). Se bañan con agua tibia. Comen sopa. Se ejercitan. Leen noticias. No molestan a los vecinos. Dan dinero al camión de la basura. No tienen infracciones de tránsito ni pagan intereses moratorios. Sus tarjetas de crédito están limpias. No maldicen. Nunca gritan. Depositan la renta con puntualidad. Envían caritas por WhatsApp. Nunca dicen “nunca”. Salen con paraguas en tiempos de lluvia. Sonríen a todos (procuran no ver a los ojos). Usan suéter en diciembre (haga frío o no). Planchan sus camisas. Sueñan las ocho horas. Juegan solitario. Repiten versos de Xavier Villaurrutia. Se esconden detrás de la puerta, bajo la alfombra, encima de los armarios, adentro de los baúles antiguos. Dicen “presente” con voz queda. Pisan ligero, evitan el uso de gestos. Creen en la discreción como una receta infalible. Son reservados, moderados, educados, tenuísimos.
Son gente feliz.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]
Los tibios, ni en el cielo los quieren, aunque todos tengamos algo de esa personalidad.
Saludos Jorge Alberto.
Estimado Maestro Valencia, me describió usted de cuerpo completo y me gusto. Gracias.