Lo que aprenden las instituciones

 en Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

Son muchas las instituciones en las que se desarrollan las vidas de los humanos contemporáneos. En realidad, son escasas las ocasiones en que no estemos vinculados con algún proceso asociado con alguna organización, institución o cadena de instituciones. De ahí que algunos analistas plantean que no sólo los individuos aprenden y son acotados por las instituciones, sino que también los sistemas (organizaciones, grupos, instituciones) como el educativo, político, de salud, de esparcimiento, son capaces de aprender. La cuestión que se torna acuciante es ¿qué y cómo aprenden las instituciones?
En un estudio preliminar en una institución educativa en Malasia (2016, Science Direct: Learning Organization Culture, Organizational Performance and Organizational Innovativeness in a Public Institution of Higher Education in Malaysia: A Preliminary Study) de Hussein Norashikin y colaboradores, encontraron que las organizaciones que se conciben como inmersas en una cultura de organización que aprende, es posible anticipar que habrá en ellas mejor desempeño y mayor innovación. La idea es relativamente sencilla: una organización con esta cultura de aprendizaje estará abierta a que los diferentes grupos en su interior aprendan a partir de problemas específicos y sus soluciones y promueven que lo aprendido dentro de la organización se convierta en oportunidades de aprendizaje para quienes participan en ella. Es decir: una organización con una cultura de aprendizaje promueve que los individuos también aprendan y generen nuevas soluciones a problemas recurrentes (o que aprendan a evitar esos problemas).
En nuestros sistemas educativos, empero, parecería que no hay mucho aprendizaje institucional, ajustar por la cantidad de problemas que se reiteran en la operación escolar cotidiana. Es reiterada la queja de que en diversas instituciones educativas los trámites para evaluar o demostrar que se cubrieron determinados criterios de aprendizaje se conviertan en tortuosas secuencias de recolección de documentos. Lo que hace pensar a muchos de quienes estudian y trabajan en esas instituciones educativas, públicas o privadas, que las escuelas (y las burocracias que las rigen) poco han aprendido de las experiencias anteriores. Desde hace décadas es reiterada la queja de que “se pierden” mágicamente los documentos; o que los estudiantes atienden a cursos y prácticas pero, más allá de que sean capaces de haber aprendido algo como individuos, la escuela o la burocracia más amplia en la que está inserto determinado plantel, les informa que “no hay registro” de que hayan cursado determinadas asignaturas o de que las hayan acreditado a satisfacción. Así que los estudiantes se ven en la necesidad de demostrar nuevamente, o de tomar el curso como si fuera la primera vez, para que la escuela conserve los registros adecuados de las evaluaciones de desempeño asociadas a ese curso específico.
Por otra parte, si algo aprenden instituciones de larga duración como las escuelas o las iglesias, suelen hacerlo muy lentamente. Ya no extraña que sea sólo una persona dentro de un equipo más amplio, la que esté al tanto de qué procedimientos, en qué calendarios y con qué documentos, se acreditarán determinados cursos, grados o calificación profesional. ¿Cuántas veces hemos llegado a una escuela o a una instancia que forma parte de una institución educativa para que nos informen que el trámite no se puede realizar porque la única persona que sabe cómo hacerlo no está presente para recibir, revisar o entregar los documentos asociados? En gran medida, las burocracias, tanto en los sistemas educativos como en los sistemas de salud o en los sistemas recaudatorios dependientes de diversos ámbitos de gobierno (municipal, estatal, federal) se encuentran en un continuo entre racionalidad e inercia, entre la resistencia al cambio y los propósitos de innovación. En todo caso, si sólo una persona dentro de la institución sabe cómo resolver determinadas situaciones, no ha sido la institución la que ha “aprendido” que es necesario aplicar protocolos de funcionamiento que puedan cumplir otras personas de la instancia encargada de atender determinados problemas, sino que sólo esa persona particular cuenta con los conocimientos necesarios para resolver problemas que competen a la institución y al sistema más amplio en el que se inserta.
En el ámbito de la atención a la salud, autores como Yuri Nishijima Azeredo y Lilia Blima Schraiber, afirman que “si la expansión del conocimiento científico incorporado por la medicina le otorgó a los médicos un prestigio y una influencia enorme a fines del siglo XIX, esto ocurrió porque todo un campo institucional -que también formó el Estado moderno- creó las condiciones para ello, permitiendo a los médicos definir lo que es norma y lo que es desvío” (2016: https://doi.org/10.18294/sc.2016.864 El poder médico y la crisis de los vínculos de confianza en la medicina contemporánea). Ese razonamiento implica al menos que la definición de lo que es saludable y lo que es patológico está asociada con un poder de los médicos para definirlo, acotarlo e incluirlo dentro de lo que es tratable y lo que no lo es. En todo caso, la definición por los expertos en salud/enfermedad sanciona cómo y por qué especialistas, que pasaron por formaciones académicas específicas, pueden tratar determinados padecimientos.
La implicación para las escuelas en general, más allá de las escuelas asociadas a las profesiones que atienden la salud, es que las instituciones “aprenden” lo que quienes las conforman deben saber. Así, cada escuela define lo que es correcto e incorrecto para el nivel y la especialidad para la que se constituyó la escuela. Conviene integrar a determinados especialistas en las burocracias escolares, que van desde contadores, administradores, expertos en tecnologías de la información y la comunicación, gestores, especialistas en selección de personal, hasta expertos en selección de personas con los prerrequisitos o las “vocaciones” para determinados tipos de enseñanzas y aprendizajes. Quienes se enfocan a seguir determinadas tradiciones probablemente no aceptarán que lleguen personas con ideas innovadoras que se salgan de los límites de lo especificado en los documentos de creación (o en los de “misión” y “visión”) asociados a las instituciones.
Hay algunos casos en que quedamos estupefactos ante determinadas respuestas que dan los representantes institucionales que se asoman tras una ventanilla o un escritorio, pues nos parece que las instituciones, más que aprender a solucionar problemas para facilitar y agilizar los aprendizajes de quienes se inscriben y quienes las conforman, muestran que han sido capaces de olvidar para qué fueron creadas. Aun cuando es verdad que las instituciones educativas apoyan la certificación de determinadas habilidades, las escuelas no son autónomas en el sentido de decidir qué deben aprender los expertos en determinadas profesiones, sino que deben analizar los campos en los que se insertarán y las dificultades que enfrentarán los egresados de determinadas áreas del conocimiento. También los gobiernos se aseguran de que las instituciones registren el tipo de formación que promueven y, a su vez, certifican que los egresados y estudiantes cumplan con determinados exámenes, demostraciones y documentos que trascienden los requisitos establecidos por las burocracias de las instituciones educativas. Hay ocasiones, empero, en que tenemos la sensación de que dentro de las instituciones no se ha prestado atención a las dificultades que deben solucionarse reiteradamente y que, por lo tanto, no han aprendido a anticipar y resolver determinados problemas. No es fácil saber si son los burócratas o los sistemas en los que están insertos los que no han logrado los aprendizajes cabales. ¿Podría ser que los antecesores en el puesto no han logrado comunicar los aprendizajes de secuencias de problemas y soluciones a sus sucesores?

*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del departamento de sociología. Universidad de Guadalajara. rmoranq@gmail.com

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