La verdad, no confiamos ni en nosotros

 en Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

Cada año, en una buena parte de las universidades públicas del país se desata lo que se ha dado en llamar “la carrera de ratas” en la que participamos muchos de los docentes. Se trata de responder, como en los rally que se realizaban en nuestra época de adolescencia, a unas cuantas preguntas y planteárselas a diversos funcionarios. Lo más notable del caso es que hay que encontrar “constancias” por escrito de que trabajamos como habíamos prometido que haríamos.
Entonces hay que ir a preguntar al jefe inmediato: “jefe, ¿trabajé?”. Y el jefe responde: “Sí, tal cantidad de horas, en estas horas de docencia”. Pero el jefe tiene que ir a preguntar a su superior: “jefe, ¿trabajó el que yo digo que sí trabajó?”. Y el jefe superior responde: “sí trabajó ese docente que tan preocupado está por trabajar y por recibir certificaciones escritas de su constancia en el trabajo. Y además lo hizo bien”. Y entonces los docentes tenemos ya al menos dos documentos en nuestra colección que sólo ratifican lo que ya sabíamos: que sí trabajamos. Pero no basta con esas dos respuestas. Hay que ir a preguntar con la encargada de la administración de personal, que es la que sabe si realmente trabajamos o no, pues poco importa que los estudiantes nos hayan visto, gozado o sufrido en clase, que nuestros jefes y colegas nos hayan visto antes y después de cada sesión de trabajo. Y entonces ésta responde: “sí trabajó”. Y mientras que el jefe y el jefe del jefe escriben sus constancias por cada unidad de trabajo, la encargada de personal sintetiza todo en una sola secuencia de actividades.
La carrera de ratas luego considera los otros méritos fuera de la docencia directa en los programas en los que impartimos nuestras asignaturas y hay que responder a la pregunta: “¿escribiste algo, expusiste ante algún público fuera de tus estudiantes habituales, dirigiste alguna reunión con tus colegas o asististe a esas reuniones que otro dirigió?”. “Sí”, debe responder el jefe y su jefe y otros firmantes que afirman que efectivamente, cuando uno fue a un congreso, coloquio o reunión de academia, hizo lo que dijo que iría a hacer.
Es notable que ni los funcionarios que firman los documentos confían en que hayamos trabajado, ni los jefes de nuestros jefes, ni los administradores confían en nuestros jefes y sus jefes. Por eso piden el cruce y entrecruce de informaciones. No vaya a ser que los docentes seamos unos indecentes. Ya después de que cada docente recogió, paseó, copió y casi se arrodilló frente a los que deben decidir si los papelajos están en el orden correcto, recibiremos una constancia más de que entregamos todas esas constancias y quedará esperar a que salga un dictamen en el que se estipula qué tan bueno fue nuestro cumplimiento como para luego merecer ser estimulados pecuniariamente de acuerdo a nuestros afanes del pasado. Habrán notado que esa información ya la tienen los funcionarios y los decentes hemos de pasearnos, en un afán de que llevemos al menos unos cuantos días de actividad física, de unas oficinas a otras, mientras nuestros jefes encuentran ratificaciones a lo que ellos ya sabían y habían certificado en papel. Y así cada año, para que esos estímulos jamás se consideren parte de un sueldo, lo que implica que 1) no queramos dejar de ser estimulados y; 2) no queramos jamás jubilarnos pues esos estímulos ya no serán parte de nuestros ingresos en la vejez. Lindas, las carreras de roedores… Aunque ya se sabe que hay que desconfiar de ellos, porque les da por repetir sus mañas, sus guiones y sus frustraciones en distintas instituciones.

*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. rmoranq@gmail.com

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