La derrota como especialidad
Jorge Valencia*
Los mexicanos somos especialistas en perder. Tanto, que ganar cualquier cosa nos parece una epopeya. Aunque sea la Copa Oro y aunque se trate de un equipo amateur como Cuba y Martinica.
Nuestro desenlace natural es la derrota. Siempre por poquito, pese a merecer el triunfo. Tenemos predisposición para los finales tristes: que se mueran la Chorreada y el Torito. Que la adversidad nos arrolle para justificar el tequila y José Alfredo. Nuestro folklore está basado en el oprobio. Optamos por la miseria y la dignidad contra el derroche y la ignominia de los despreciables. Somos los hijos del decoro (“Yo que sólo canté de la exquisita partitura el íntimo decoro…”, inicia la “Suave patria” de López Velarde). Pobres pero honrados. Malos pero dignos.
No estamos preparados para la gloria. Nos contentamos con sucedáneos, con imitaciones de lo posible. Por eso la Copa Oro resulta el torneo perfecto: derrotamos a los malos y luego nos da remordimiento. Somos también modestos. (“en ésta, su humilde casa”, decimos). Criticamos el ínfimo nivel. Acotamos la grandeza. Ganamos, pero no jugamos contra los mejores. Están los que proponen rechazar la región y participar en la eliminatoria sudamericana.
Sólo en un país como el nuestro los periodistas denuncian a los cachirules. Recibimos el castigo con estoicismo (nos vetaron cuatro años de la FIFA). Nos lo merecemos, argumentamos. Si hemos de ganar algún día, que sea de manera limpia.
Nos agrandamos contra los grandes y nos achicamos contra los chicos, por un complejo heredado del mestizaje. Nunca estamos conformes con nosotros mismos. Perdemos y nos lamemos las heridas. Cuando ganamos –si es que ganamos algo– tendemos a la minimización y a las justificaciones: fueron sólo Juegos Olímpicos y Brasil jugó mejor; la Confederaciones la ganamos en el Azteca; el campeón del mundo (Alemania) llevó el peor equipo de su historia… La chiripa alcanza para los sueños.
Siempre tenemos una razón para ser malos. Y cuando lo somos, siempre tenemos una tesis para la injusticia: culpa del árbitro; en 78 llevamos a juveniles…
La esquizofrenia nacional tiene la cara del deporte. En ninguna otra actividad pública nos mostramos de mejor manera. Oscilamos entre el entusiasmo y la desilusión. Entre la euforia y la depresión. Nuestra bipolaridad competitiva se llama periodismo. Los editorialistas explotan sus emociones con falsa ecuanimidad. Hinchan por equipos extranjeros para disimular sus pasiones nacionalistas. Se avergüenzan de su decepción con objetividad impostada: si pierden, aducen más errores de los habidos; si ganan, exaltan al derrotado. Apenas la inmundicia para el tepalcate.
Cuando la derrota es una especialidad, todos representamos nuestro papel escénico. No es más que futbol, explicamos. El aficionado nacional (que acompaña a su selección a todas partes del mundo) demuestra que el deporte en México es una guerra perdida. Aunque a veces, ganemos.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]