La chispa de la vida
Jorge Valencia*
La cocacola es una de las grandes conquistas de la publicidad. La tomamos porque tenemos sed. Porque nos baja el azúcar o sólo porque está fría. Cuando estamos en compañía nos produce euforia y cuando estamos solos, consuela. Sirve para frenar la diarrea y para aliviar el estreñimiento. La gastronomía ha cultivado el lomo de cerdo en cocacola como una suculenta rareza, mientras el trabajo doméstico recurre a su poder incomprendido para inmacular los excusados.
El efecto colateral de la cocacola en el organismo humano es el eructo postergado y la flatulencia. Amiga inseparable de la gastritis, la cocacola produce úlceras benignas, caries pertinentes y codependencia.
En los años setenta circulaba un comercial donde los “creativos” planteaban un planeta feliz gracias a su bicarbonato: “quisiera al mundo darle hogar y llenarlo de amor…” En los 30 segundos que duraba la canción, la “chispa de la vida” se justificaba por la bonhomía de compartir la oscura ambrosía.
Pocos productos tan inútiles y perjudiciales significan tanto para la civilización como la cocacola. Producirla supone tal derroche de tecnología y recursos humanos que por sí sola podría explicar lo que somos. Es el mejor negocio de todos. Si la cultura implica el alejamiento de la naturaleza, en el sentido clásico del término, la cocacola sólo pudo aparecer de la mano de la evolución conseguida en el siglo XX, el siglo que conquistamos el espacio. Por algo Andy Warhol antes de ser Andy Warhol la eligió como prototipo del arte pop en 1960; gracias a esas ingestiones estéticas alcanzó la celebridad. La fama, el arte popular y la cocacola son los insumos de la banalidad trascendida. El hombre es lo que compra. La satisfacción del deseo por antonomasia.
Alguien acuñó con fortuna la expresión “aguas negras del imperialismo yanqui” para referirse a ella. La metáfora es espléndida. Hay más cocacola que vacunas contra la influenza.
Los mexicanos somos los mayores consumidores del mundo. Bebemos cocacola como si fuera agua. Por curarnos en salud, elegimos entre una vasta cantidad de presentaciones: sin azúcar, con endulzante alternativo, coca “zero”… Pero ninguna es tan sabrosa ni produce tantos obesos como la original. Santa Claus y la cocacola están estrechamente vinculados: gordura, risa y obsequios. “Hay que compartir…” decía la canción.
Una reunión sin cocacola es un preámbulo para el aburrimiento. Nadie asiste a una junta recreativa para tomar jugo de naranja. Los tacos no son tacos con una taza de leche. El picor se exacerba y justifica bajo la alquimia del gas. Hay quienes pueden recitar a José Gorostiza con la métrica de un eructo perpetuo.
Las abuelitas recurren a su cocacola como a una reliquia de infancia. Sus mejores anécdotas están asociadas a un envase empinado.
El mejor bebedor de cocacola es aquel a quien un trago sin interrupciones le alcanza para vaciar medio litro. Presume su hazaña con lágrimas en los ojos y el esófago henchido de un dulzor ácido. La cocacola es un veneno que sabe a gloria, una diabetes pretendida. Una ración de vida, por esencia finita. Y una chispa, al fin, en espera de la hoguera.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx