Halloween, Día de Muertos
Jorge Valencia*
Mientras que el Halloween tiene un cometido macabro, de inclinación hacia lo monstruoso, la excepcionalidad del Día de Muertos le viene de tratarse de un día cualquiera. Pero con muertos.
La noche de la festividad norteamericana tiene un sello parafílico: supone una propensión hacia el susto; la mexicana, en cambio, pretende la convivencia amorosa con el ser que se ha ido. Es una celebración íntima.
El Halloween no recuerda a alguien en particular. Hay una exhibición fantasmagórica en el desfile de zombis excesivos, Dráculas grotescos con restos de sangre melodramática, Frankensteines de lerdas expectativas y Gasparines para los menos imaginativos. Los dulces con envolturas firmadas son el ejemplo de lo superfluo. El símbolo más entrañable es la calabaza chimuela alumbrada con una vela.
El Día de Muertos es una celebración de familia donde el invitado de honor acude desde la otra dimensión. Su presencia sopla vientos, chifla papeles picados, degusta el chocolate y come el alimento más básico: pan. No hay risas sino llanto. El copal hace escurrir los ojos y los crisantemos, las narices. El Halloween desata risas, bulla, gritos. Día de Muertos canta versos de plañideras, madres sin esperanza, viudas sin resignación. Halloween es fiesta, ligue, niños que aspiran a caries.
Los gringos expresan su repudio por la muerte a partir de su banalización. Los mexicanos la asumimos como parte de lo cotidiano: reconstruimos el recorrido a través de los escalones del altar, para subir y bajar de un mundo al otro. Tampoco queremos morirnos, aunque algunos ya lo estemos. Día de Muertos obliga una reflexión profunda de la cosa en que terminaremos. Halloween derrocha vida, amenaza con travesuras, transita por la banqueta. Día de Muertos es un lugar para quedarse.
Halloween es una actividad surgida de inmigrantes asentados en territorio exótico y frío. Día de Muertos, un hoyo negro que difumina lo vivo con lo muerto. Hecho para sudarse, aquí los expatriados se levantan del polvo, sin más nacionalidad que el destierro, sin otro acto de magia que el desentierro.
Cuando un mexicano pide “su Halloween”, recibe aire. Nada. Desprecio. En Día de Muertos, el gringo sólo toma fotos, se abanica el calor, consume una calavera de azúcar que lo mira mientras la mastica.
En Halloween, las casas se decoran con plástico, foquitos, espuma en aerosol. Día de Muertos se escenifica con la foto de alguien, una botella a medio tomar y un platillo favorito. Halloween es una extroversión vecinal; Día de Muertos, una introversión entre seres queridos. Halloween tiene la vigencia de una noche; luego se olvida. El Día de Muertos interrumpe la tristeza de todo año para compartirla con otros que sienten lo mismo. Algo alivia y aliviana. Luego es lo mismo. Quizá peor.
Se sabe de catrinas y catrines que llegan de repente, nadie les conoce, no tienen nombre. El maquillaje no se advierte y el vestido se percibe raído y oloroso (hay algún gusano a medio salir). En ese caso, se trata de una visita auténtica. Alguien que, después de muchos años, aceptó la invitación para volver a casa.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx