Hacerse tonto
Jorge Valencia*
Arte milenario con gran número de adeptos es hacerse el tonto. Reyes y plebeyos, grandes y chicos, hombres, mujeres, niños…, todos caben en la logia de los tontos. El primero nació en Lascaux y se quedó a pintar monitos en la caverna mientras los demás salieron a cazar el bisonte. Tal vez dijo que se sentía enfermo.
Pasar por tonto amerita un grado de actuación convincente. Parte del principio de la credibilidad. No es sólo ser tonto, sino que lo crean también los demás.
Los tontos evaden responsabilidades. Se exentan de obligaciones y compromisos que nadie puede reprocharles por el hecho de ser tontos. Un autogol únicamente se le perdona al tonto. Una decisión mal tomada, un decreto inadecuado o una ley perjudicial… Luis Echeverría pudo ser presidente bajo esta estrategia luego de identificarse como el responsable de la represión de Tlatelolco. Los mexicanos no lo recordamos como tirano. Los chistes burlescos proliferaron en su sexenio.
Por definición, el tonto es quien carece de entendimiento. Aquel a quien le faltan los recursos para solucionar un problema.
El tonto “navega con bandera…”, se dice. Declara su condición con cinismo como un acto de inmunidad. Anda por la vida con la ligereza del que nada debe ni teme. Su respuesta favorita es otra pregunta: “¿había que hacerlo?” El tonto vende barata su dignidad. Pero el precio lo vale. Es un tonto sin preocupaciones.
Se le reconoce por el sinsentido de sus actos y por la incoherencia de sus discursos. Hay tontos con pretensiones, como algunos compositores de música pop que quieren pasar por poetas a partir de frases absurdas y estructuras verbales incorrectas. Ricardo Arjona es un ejemplo. Donald Trump pretende escandalizar, causar terror, estar en boca de todos. Se trata de tontos que no lo saben. Redentores de causas misteriosas. El mejor antídoto contra un tonto así, es dejarlo pasar, darle por su lado, reírse de sus chistes, fingir asombro.
Hay tontos peligrosos como Hitler o Mussolini, cuyas acciones afectaron a miles. La mejor reseña de Hitler la hizo Chaplin: en su rutina cinematográfica se aprecia la profundidad caricaturesca de su maldad. En el extremo, la tontería y la maldad se entrecruzan. Los malos son tontos a partir de la necedad.
El Gordo y el Flaco son el prototipo de tontos livianos. Los pastelazos y equívocos resultan el colmo. Nadie puede ser así, por eso causan risa. Los cómicos abusan de este recurso que ya Molière ensayó con diversos personajes y un éxito escénico probado. En la más reciente entrega de los Óscares, la confusión en la designación del premio a la mejor película es la antonomasia de la tontería. Un tonto dejó en ridículo a la Academia, a dos actores con trayectoria (Warren Beatty, Faye Dunaway) y a todo el reparto de una película. Fue un tonto involuntario: alguien que se equivocó.
Los tontos que no se proponen serlo resultan los peores. Sus yerros afectan a otros. Echan a perder el esfuerzo de muchos. Las consecuencias de sus actos son catastróficas e irreversibles.
En cambio, los tontos histriónicos entretienen por la evidencia de su impostación. El futbolista que finge una falta o el compañero de oficina que “olvidó” entregar un reporte son tontos que creen que los demás morderán el anzuelo. No son, se hacen los tontos. Y por eso son tontos democráticos: todos están de acuerdo en que lo son.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx
Parece requisito indispensable para ganar la Presidencia de un país. Saludos Jorge Alberto Valencia y nuevamente felicidades por tan excelente artículo
Te agradezco mucho tu gentil ilustración de mi condición, de mi calidad de tonto de capirote, ancina me decía mi abuela y, ahora por desgracias, está en desuso la sentencia.