Focos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Los focos son inventos oportunos que se prendieron por primera vez en el siglo XIX. Son el testimonio de la domesticación eléctrica. Gracias a este artificio, la noche poco a poco perdió su prestigio.
Los niños prefieren dormir bajo la seguridad de la luz. Los monstruos de abajo de la cama se retuercen en la iluminación como los tlaconetes ante la sal. Debajo de un foco, está demostrado que ninguna criatura espanta. Sólo el MP con el apoyo del tehuacán.
Los focos se parecen a sus dueños. Los hay de intensidad mínima, perdidos en la inmensidad de lo oscuro. No sirven sino como señuelo de palomitas. Otros, en cambio, se aglutinan y magnifican para iluminar ciudades enteras. Las Vegas nada sería sin los torrentes enceguecedores de luz. Ahí los focos alumbran a los propios focos. En vez de palomitas, atraen a derrochadores de fortunas y practicantes infatigables del sexo.
Todo depende de para qué se atornille al sóquet. Hay quien los prende para ahuyentar a los ladrones, ardid que probadamente no cumple su propósito. Otros anuncian comida o diversión. Un foco rojo promete lascivia. Uno azul, frialdad; tal vez apropiado para un hospital o para una funeraria. En casa usamos casi siempre focos de luz amarilla. Nuestra piel se orientaliza por efecto del alumbrado. La luz blanca deprime: nos invita a practicar las mil y una formas del fracaso.
Los focos de colores variados anuncian la navidad y el festejo. Los coches los tienen rojos por atrás y blancos por adelante. En una avenida se aprecian perlas de venida y rubíes de ida.
Los semáforos, programados por auténticos investigadores de la conducta humana, nos obsequian el verde para seguir la marcha, rojo para detenernos y amarillo para acelerar sin freno. Se trata de colores arbitrarios pero que provocan hondos sentimientos de culpa entre los conductores susceptibles. El que se pasa el rojo, sabe que comete un pecado de carácter civil. La alevosía es una variante del rencor.
Las personas ciegas no necesitan focos. Pero los usan para anunciar que ahí están. En ellos, se trata de una cortesía que los visitantes celebran.
Los teléfonos celulares han resumido las necesidades de la modernidad. Por eso, dentro de sus funciones está también la de alumbrar. Sus foquitos sirven para guiarnos a través de la oscuridad. Para levantarnos al baño sin necesidad de encender la luz y para buscar las pastillas de la gastritis al interior del buró.
El siglo XX se definirá para siempre como el siglo que conquistó el foco. Lo banalizó en múltiples actividades cotidianas y lo llevó al más allá del despilfarro. Al punto que ya olvidamos las ventajas de la oscuridad: la relación grupal de los mitos y la discreta demostración del amor.
El foco trajo consigo el exhibicionismo comunitario y la prolongación del día. Hemos olvidado el recogimiento y la ventaja, ahora impracticable, de la desaparición.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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