Feliz ignorancia

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

La ignorancia es una pieza del Maratón. En ese juego de mesa, las cosas que nadie sabe permiten el avance de la ficha negra (porque es negra amerita psicoanálisis). Se pueden dar casos de partidas donde gane la ignorancia según el acervo de los concursantes. En esas ocasiones, la derrota de los jugadores se atribuye a un conocimiento inútil que el internet podría resolver. Acaso paliar.
Existen jugadores del Maratón que andan por la vida desafiantes de todo cuanto podría saberse. Se trata de enciclopedistas con amor propio que se asumen herederos de los cruzados: Jerusalén se actualiza a través de íntimas partidas de lo inútil.
Otros, en cambio, danzan por el mundo felices de ignorar lo básico. Presumen su desconocimiento con sonrisas ejemplares. Asumen la practicidad de las cosas como la única información valiosa que, por tanto, sólo merece saberse: saber por dónde se le pone gasolina al coche y ya, por ejemplo. Casi ningún conductor conoce los fundamentos de la combustión interna. Ni la manera en que el litio puede sustituir la energía de los vehículos que cotidianamente utilizan. Menos el peligro ecológico con que se fabrican esas pilas.
Los ignorantes son ciudadanos comunes que fingen lo que no son y presumen lo que no tienen. Son mayoría. A veces publican libros y entrecierran los ojos para emitir argumentos que extraen, huelga decirlo, del reino recurrente del lugar común.
Son las hordas que han podido escalar las piedras de la muralla que un día los chinos quisieron edificar con el significado de “hacia allá están los indeseables”. Los indeseables se adueñaron del mundo. Usan a veces corbata para distinguirse entre sí y calzan lentes bifocales que les dan un aire de estudiosos. Son los que dicen lo que saben como una necesidad del ser. Son porque dicen, definen y justifican lo que nadie quiere saber ni oír. Más que un mal necesario, los pregoneros de lo inocuo son una molestia menor. Son profetas de lo absurdo que recurren a anécdotas personales y a sus propias conductas como la medida de la especie humana. Lo personal en ellos cobra el rango de universal. El egocentrismo como teoría de sí.
La ignorancia es feliz cuando se ignora. Y sólo ignora lo que no sabe quien se admira demasiado y considera el espejo como fuente inobjetable de su sabiduría.
Los ignorantes son seres perversos que no leyeron a Ray Bradbury. Se sientan a jugar Maratón con las tarjetas memorizadas, una bebida ácida y la hipocresía como su mejor virtud. Suelen ganar.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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