Familia y nutrición
Luis Rodolfo Morán Quiroz*
Decía mi tía María Elena que la gordura del niño es culpa de la mamá. Decía mi padre que la gordura del marido es culpa de la esposa. Cuando adultos, solemos decir que nuestro exceso de peso y de dimensiones es por culpa del pan, de los refrescos o del alcohol. Aun cuando la magnitud de la cintura de la madre es quizá el indicador más confiable del tamaño que alcanzará el abdomen de la descendencia, habría que reconocer que también la cintura del padre podría servir de predictor. Mi padre aconsejaba conocer a la suegra potencial antes de asegurar el noviazgo o negociar el matrimonio: “ve a la suegra y así será la hija a su edad”, auguraba. Estas heurísticas o “reglas de predicción” de las dimensiones corporales en las familias parecen aplicarse en la vida cotidiana con una certeza casi infalible. En buena medida, lo que comen los miembros de la familia suele coincidir. Aunque sabemos de casos en que algunos miembros intentan sustraerse de los malos hábitos de su parentela, o de instancias en que algún rebelde come lo que se le da la gana para sustraerse a las disciplinas familiares. En buena medida, el tipo de alimentos, botanas, bebidas, ingredientes y saborizantes disponibles en los hogares contribuye a las medidas de los abdómenes y otras partes de los cuerpos de quienes los habitan. Así como es poco frecuente, aunque posible, que algunos miembros de la familia opten por otras religiones, otras opciones políticas, otras culturas, algo similar parece suceder con los hábitos alimenticios. Claro que al conformarse nuevas familias suelen darse negociaciones acerca de lo que se debe o puede comer en el hogar, aunque también es verdad que en los procesos de cortejo probablemente los potenciales compañeros de vida salgan a comer sus comidas favoritas. También es verdad que en la vida de soltería existen factores que contribuyen a una cintura más reducida: la vanidad para proyectar una mejor imagen, más actividad física asociada a la juventud, más tiempo en actividades sociales aparte de las comidas compartidas. La vida de pareja y de familia pueden contribuir a una mayor sedentariedad, a sesiones de comida más prolongadas, a compras de diversos productos que no se acostumbraban en las familias de origen.
El panorama se vuelve más complejo cuando consideramos que no todos los miembros de la familia se ajustan de la misma manera a las exigencias de sus vidas cotidianas o de las dinámicas escolares. Algunas personas acuden al recurso de la comida como consuelo por la dificultad de la vida más allá de la mesa del comedor, y otras se preocupan por la imagen que proyectan ante sus compañeros y sus grupos de referencia. Así que hay épocas de la vida, en especial durante la adolescencia o la juventud, que se presentan algunas correlaciones entre trastornos alimenticios y obesidad con otras condiciones como ansiedad, presiones laborales o escolares. En un estudio reciente (https://repositorio.ucv.edu.pe/bitstream/handle/20.500.12692/104640/AC_Vallejos_SJ-Vega_GE.pdf?sequence=1&isAllowed=y), que relaciona “Funcionalidad familiar, satisfacción con la vida y trastornos alimentarios en estudiantes universitarios” se encontró que “El 15,8% de estudiantes presentó un trastorno alimentario, el 13,0% manifiesta insatisfacción con la vida; y el 58,9% presenta alguna disfunción familiar. El análisis de las variables muestra una correlación baja, pero significativa entre las tres variables de estudio (p < 0,05)”. Estos autores citan otros estudios en los que se identificó que, mientras que “la presión social que tienen las mujeres en relación a su apariencia física las conlleva a un grado de insatisfacción que conduce a episodios alterados de alimentación, y posteriormente a trastornos alimentarios”, también resultó que “los adolescentes con trastornos alimentarios tenían en común los problemas de comunicación con sus padres, en especial con el padre, así como un manejo inadecuado de los conflictos familiares”.
De modo que, aun cuando observamos que en la escuela primaria los niños muestran unos índices de masa corporal similares a los de sus familiares, en la adolescencia las medidas pueden variar a partir de las actividades, las percepciones y los manejos diferenciados que hacen los estudiantes que comienzan a comprender, a cuestionar o a desafiar algunas de las dinámicas familiares, asociadas o no con la ingesta de alimentos, pero que suelen incidir en las medidas corporales y en la imagen que tienen de sus cuerpos.
Por otra parte, es común que escuchemos de parte de quienes han cruzado la frontera a Estados Unidos que, inmediatamente, en cuanto pisan terreno extranjero, “da hambre”. En la cercanía de los cruces fronterizos es frecuente encontrar múltiples establecimientos de comida rápida, además de que el olor a comida se convierte en parte de la vivencia de ese país. En un estudio reciente, además, se encontró que “Tras controlar por características individuales, del hogar y de la comunidad (…) los niños que viven en México y tienen redes familiares en Estados Unidos presentan una probabilidad significativamente mayor de desarrollar sobrepeso u obesidad que los niños mexicanos sin relaciones con migrantes, y que la asociación es mayor y más significativa entre los niños con redes extensas que entre los niños con redes nucleares” (https://onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.1111/obr.13351). No es de extrañar que la disponibilidad de comida se una a los hábitos familiares en cuanto al tipo de comestibles que se consumen por los miembros de la familia. Los autores de este artículo señalan que “nuestro análisis empírico confirma la complejidad de las asociaciones entre la migración y la obesidad infantil, y sugiere que, pese al entorno crecientemente obesogénico de las comunidades de origen, la migración, a través de sus complejas y dinámicas redes, puede tener un efecto independiente y significativo sobre la obesidad infantil”. En otras palabras, además de que hay una tendencia en México a la obesidad, el tener parientes en Estados Unidos incide en las costumbres alimenticias de modo que se añaden factores que pueden derivar en mayor consumo de alimentos que engorden a los miembros de la familia.
Para los casos de bulimia y anorexia, otro estudio muestra un riesgo bajo, en especial si la convivencia familiar se evalúa como “saludable” (http://repositorio.untumbes.edu.pe/handle/20.500.12874/63946).
Por otra parte, una revisión de la literatura en ese ámbito de la alimentación y las dinámicas familiares sugiere que hay factores que se han estudiado suficientemente, aunque hay algunas variables que deberán incluirse para comprender mejor la relación entre alimentación y dinámicas familiares (https://www.scielo.org.mx/scielo.php?pid=S2007-15232013000100006&script=sci_arttext). Por ejemplo: “no todas las familias con trastornos del comportamiento alimentario presentan elementos patológicos”. En todo caso, esa revisión de 2013 señala que es importante analizar los hábitos alimenticios en relación con otras variables familiares. Cabría pensar también en que determinados cambios en las formas de vida de los miembros de las familias y, más concretamente en los estudiantes de diversas edades, inciden en el acceso a determinados alimentos, los horarios, las condiciones de estrés y la disponibilidad en los contextos escolares.
Aun cuando solemos conservar muchos de los hábitos familiares de alimentación y no nos alejamos de lo que conocimos en nuestras infancias, la vida académica contribuye a lo que podemos consumir. Las escuelas y su entorno ampliado se convierten también en contextos para la exposición a otros alimentos fuera del comedor familiar. Se ha planteado con frecuencia la pregunta de si puede la escuela ayudar a aprender a comer sano, más allá de los hábitos adquiridos en el seno familiar. Lo que debemos considerar también es qué tipo de alimentos proporcionan las escuelas en sus comedores (si los hay), si existe una política explícita de acceso a determinados productos o los planteles se limitan al “libre mercado”, y si los establecimientos en los entornos escolares ofrecen opciones saludables a las poblaciones de estudiantes y académicos. Seguramente las etapas y edades de los miembros de las familias inciden en sus niveles de obesidad, especialmente por sus grados de actividad, aunque hace falta comprender también de qué manera los horarios de las escuelas se convierten en factor para que los estudiantes, profesores y otros trabajadores de los planteles consuman sus alimentos en los entornos de las instituciones educativas, en donde se consumirá lo que, según declaran algunos estudiantes, “los llene”, en vez de considerar los valores nutritivos de lo consumido. Por otra parte, habrá que considerar de qué manera los medios de comunicación y las modas en el entorno inciden en nuestros hábitos alimenticios.
Hay algunos ingredientes que no son accesibles o permitidos en determinadas familias y a los que los estudiantes, ya fuera del control familiar, optan por acceder. Así, la carne de res o de cerdo no están permitidas para los miembros de determinadas creencias religiosas, que suelen reforzarse dentro de las familias. Sin embargo, ya lejos de la influencia directa de las familias hay algunas personas que cuentan que comenzaron a consumir algunos de los productos inaccesibles o prohibidos en sus hogares.
Un caso notable es el relleno de una marca de galletas, que estaba fuera de los límites de lo permitido por una tradición religiosa (https://news.cornell.edu/stories/2008/02/getting-lard-out-koshering-oreo-cookie). En este artículo se muestra también cómo los hornos en que se preparan algunos alimentos tuvieron que ser tratados para retirar las “impurezas” que dejaron elaboraciones previas de alimentos con ingredientes no aptos para las tradiciones religiosas. La tradición religiosa volvió a relucir cuando las galletas Oreo cumplieron cien años de existencia, en 2012: (https://forward.com/food/152558/cookie-chronicles-oreos-and-jewish-identity/).
*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara. rmoranq@gmail.com