Fama

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

La mayor aspiración de los niños de hoy en día es convertirse en personas famosas. No sueñan con ser bomberos ni aviadores, ingenieros ni presidentes, futbolistas ni rockeros. Solamente famosos, independientemente de la profesión que ejerzan. En esa categoría cabe cualquiera.
La fama incluye fortuna. Reconocimiento y aplausos. Viajes. Firma de autógrafos. Belleza, sexo, casas y coches… La fama es un rango extrahumano que admite todo eso y más. Significa adquirir pasaporte para la exención de las reglas. Incluso las naturales, como Supermán. Nietszche lo definió como el “superhombre” y esta filosofía degeneró en la perversión nazi.
La fama consiste en una singularidad que convierte a alguien en canon. Prototipo aspiracional. Objetivo. Por eso ocurre que un famoso produce diez que producen cien famosos más. Al punto que, en rigor, llega el momento en que todos son famosos y eso anula la singularidad original hasta convertir la no-fama en arquetipo. Es una paradoja, por eso es imposible y efímera, la fama.
Andy Warhol dijo que todos tienen 15 minutos de fama. Esos quince minutos a veces se convierten en una vida, como ocurrió con James Dean o Arthur Rimbaud. Pero son quince minutos que la mayoría pelea con sangre.
Las redes sociales ofrecen esa posibilidad pero con mucha menor duración. La fama dura minuto y medio. El “influencer” que lamió el excusado (y se pescó Covid) o el que difundió su suicidio. Nadie se acuerda de ellos ni dejaron mayor legado que la estupidez o la lástima.
Cristiano Ronaldo, el futbolista enamorado de sí mismo, será más recordado por el aspecto físico que por su contribución al deporte que practica. No es Cruyff ni Maradona. Ni siquiera el Mágico González. Las leyendas no se ciñen a los éxitos sino a la memoria de los admiradores que recuerdan lo extraordinario, la disputa contra la adversidad. El poliomelítico que driblaba (Garrincha), el indio que metía goles sólo posibles por la contorsión (Hugo Sánchez), el “tronco” o impedido que peleaba cada pelota como si fuera la última (Puyol). Nadie se mitifica sólo por bonito.
La aspiración a la fama lleva a algunos a cometer aberraciones. Como los adolescentes que dispararon armas de fuego contra sus compañeros de escuela. En ese caso, la psicopatía es el detonador; los medios de comunicación, la vitrina.
Bajo este esquema, los noticiarios y el internet admiten cualquier cosa. Todos tienen algo qué decir o mostrar y lo muestran, lo dicen con actos macabros. La búsqueda de la diferencia los empata en patrones de conducta de lo anormal. Por lo tanto, la nuestra es una sociedad que provoca, justifica y fomenta una cultura de lo raro como común, lo estúpido como deseable y lo mortal como ejemplar.
La fama es una tendencia insana hacia la fatalidad. Lo contrario es la inmortalidad, cualidad sólo atribuible a quien logró hacer de sí mismo una donación a los otros. Por patear una pelota o por fundar una patria. La dispersión del ser para los demás. El famoso posee nombre y apellido y olvido. El inmortal, es todos. Borges para la literatura; Jesús para el cristianismo; Gardel para el tango.

*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]

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