Escribir como un acto de trascendencia
Mario L. Castillo*
“Escribo porque es mi modo de salvarme
de la rutina y de la mediocridad”
Gildardo, quien escribía como si se tratara un asunto de vida o muerte, ya no está entre nosotros. Y ahora que no está, suceden los homenajes, como suele acontecer en un mundo previsible. Para este nuestro escritor-pedagogo, que convertía sus pensamientos en escritos y los compartía con una generosidad tibetana, escribir era más que un ejercicio de la intelectualidad: era un arte que dignificaba la condición de educador. Podría aventurarme a decir, además, que este ejercicio, para él, era tan importante como amar o quizás, si acudimos a la hermenéutica, diríamos que, fue su modo de amar la educación. El solía decir que escribir era el indicio más evidente de que uno piensa, pero él hablaba de un pensar, era comprometido con la escuela de nuestro tiempo.
Nuestro escritor sobreentendía que el escribir, también, era un acto de comunión con el mundo de los educandos y educadores. Fluía en sus palabras escritas el cariño por lo bueno, el enojo por las cosas malhechas y corruptas y éxtasis por la belleza pedagógica. Estaba atento a la historia y que ésta no pase desapercibida para nosotros, que estamos inmersos y distraídos en las aulas, y no observamos estos detalles. El concebía el escribir como un deber, urgente e inclaudicable, del maestro en estos tiempos del cólera.
Cuando un escritor-pedagogo viaja por el camino sin retorno y que no tuvo tiempo para despedirse, entonces nuestro mejor homenaje será caminar por el mismo sendero del arte de escribir. Y no hay argumento más sólido para entender que la palabra escrita, es una herramienta que tiene una levadura de poder y, hoy más que nunca, necesitamos de ella para desaprender nuestros enfoques anacrónicos sobre la escuela de cada día. Su inconformismo estaba hecho de esperanza pedagógica y era militante empedernido de la construcción de la nueva escuela, convencido de que la actual debíamos archivarla, pues no era diferente de una fábrica unidimensional y metálica.
Decía H. Guaraní (en una de sus canciones): “Si se calla el cantor, calla la vida, porque la vida misma es todo un canto”. En el caso de nuestro escritor, podría decirse: “Si se apaga la pluma del escritor, el silencio cómplice de injusticia se hará cargo de nuestros destinos. Si se apaga la pluma del escritor habrá oscuridad, la pedagogía se habrá marchitado y todo será tinieblas”.
Las palabras escritas, untadas de miel pedagógica, son como la leña que arde con el fuego. Y cuando arde sirve para dar calor en el invierno de esta educación posmoderna y, a la vez, alumbra (da luz) a los pedagogos para que aproximen la educación a la utopía.
Gildardo, mientras escribía, soñaba con un México de más calidad educativa, y que hoy nuestra esperanza solo la pronuncia tibiamente. Escribía con elocuente y acérrimo compromiso y, por lo cual, era obvio que tenga simpatizantes y detractores. Cuando uno es honesto con el mundo, es inevitable que se crucen en el camino los enemigos y los amigos.
Mientras escribía, él pensaba que un país que no lee es algo parecido a un analfabeto funcional (que paradójicamente puede estar presente en las escuelas nuestras), y que pone en riesgo la autenticidad del aprender. Concebía que el escribir aún era más asombroso, puesto que si pocos leen libros, mucho más reducido era el grupo de los que escriben. Y entre esos pocos que escriben, están, insularmente, aquellos escritores que escriben anunciando y denunciando sin temer los riesgos ni los enemigos y con apasionante compromiso pedagógico.
Escribir, tal como nos decía a gritos Gildardo Meda Amaral, es el modo más honesto de entender que la educación tiene impacto en nuestras vidas y desde que escribimos, comenzamos la transformación de la educación y, porque no decir, del mundo.
*Profesor-Investigador de la Universidad Pedagógica Nacional, Unidad Tlaquepaque. mariocastillocolque@yahoo.com.mx