El dulce horizonte de lo comunitario
Mario L. Castillo*
La comunidad es el aquí, el ahora y el nosotros. Innegociablemente tiene su punto de partida en las circunstancias de la vida y no es posible entender el bienestar de sus protagonistas fuera de estas premisas. Este es un tiempo en el que lo macro pretender usurpar lo micro, destinando la vida a un sinsentido, a medida que el tiempo sucede (Bauman, 2006), por lo tanto ahora, más que nunca, es tiempo de que los pequeños actos devuelvan la identidad perdida y, a la vez, el sentido de ser uno con los demás. Solo de este modo se evitará que el arquetipo de la moda globalizada arrase con la semblanza específica del nosotros, del ahora y del aquí.
Aquí, es éste el lugar y no otro en el que se vive, en el que se es y en el que uno respira. Este aquí a uno le permite la calidad de ser en él, de asegurar su lugar único para él, quedarse en él y no tener necesidad de huir a ninguna parte. Aquí uno se construye íntegro y este proceso será la savia de su propia historia y, hasta, con seguridad de que será la parte más inolvidable de su propio vivir. El aquí es un intento por dejar de ser un gitano desarraigado o migrante posmoderno sin horizonte. Hay una invitación abierta para asentarse en este lugar, que tiene su propio aroma que encanta y su color genuino que hace inmanente el acto de contemplar la vida. Uno sabe que estando aquí le nace la pasión por sembrar, en esa tierra profunda la semilla de la esperanza. Este aquí permite pensarse como un ente refundador de una patria propia y auténtica. Un territorio de verdad y lejos de los símbolos y discursos demagógicos, que son ajenos y vacíos de sentido y que pretenden envolver con sus tentáculos la sociedad de este tiempo. En este aquí uno encuentra a sus amigos, a su familia, a sus próximos y es el punto de partida para su anhelada inmortalidad, que sucede y sucederá en sus hijos y los hijos de éstos. En esta comunidad el aquí es la noción esencial desde la que uno se apunta al porvenir que aspira y por el que pretende la trascendencia.
Él ahora es este tiempo y no otro. Este tiempo que, ahora más que ayer, pretende volar y llevarse raudamente lo que ha sido y de la manera más escandalosa e inútil. Si no es hoy, es posible que mañana sea menos posible ser. Hasta puede ser que este sea inviable en la historia de uno mismo. Postergar el sentido de comunidad puede ser un síntoma de que el tiempo posmoderno, cual alud, pretende sepultar la utopía que mueve la voluntad y las ilusiones colectivas. Hoy se ríe, hoy se es joven, hoy se ama, hoy se es rebelde y hoy se tienen ganas de cambiar el mundo. Mañana es solo la semilla que hoy está en las manos. Ahora que se está aquí y de un modo único, es tiempo de declarar que la comunidad tiene potencialidad para ser mejor. Para que ello suceda, hay que decidirnos: ¡ahora o nunca!
El nosotros es la verdadera comunidad. Uno aislado de los otros, así como los otros distante de uno, es sólo una efigie lejana y estéril. El nosotros es un pronombre fuerte e inclusivo y, bastante claro está, se antepone a los nombres propios de cada uno: Juan, María, Pedro…, que serán nadie, si no se conjugan en el nosotros. El nosotros siempre puede crecer y deberá crecer por obra y gracia comunitaria (Castillo, 2006). Es una manera de contraponerse, de rebelarse a los vientos de globalización, que impiden ser alguien eslabonado a otros alguienes. Se es nosotros en este lugar que tiene nombre y una historicidad propia. La aldea global es sólo un nombre virtual y extraño. La misma sido estirada impiadosamente y en ese proceso ha ido perdiendo sus propiedades vitales. Su existencia ha sido talada de raíz, condenando a sus habitantes a ser nómadas en este mundo estrecho y ajeno, desprovistos de esperanza y cuya felicidad es un pálido reflejo de una primavera pretérita.
Debe ser motivo de honda preocupación el entender como extranjeros a los próximos prójimos. Debe sabernos a angustia la noción de saber que hay tantos hombres, mujeres y niños atravesando fronteras por un mapa que tiene dueño. Estos migrantes que tienen un ápice de esperanza en el corazón, tienen la expectativa de que el destino les podría estar reservando un lugar en el que la felicidad les espera, como un ser amado espera en un puerto el barco en el que llegará alguien esperado.
La comunidad es un manto que deberá cubrir a los niños de las escuelas, a los vecinos del barrio, a los caminantes que transitan por estas calles comunes, a las familias que se buscan entre sí, a los que creen en una mejor sociedad, a los que abrazan con enorme pasión los árboles. Este acto de proteger lo comunitario, evitará que se cuelen los cuchillos fríos de la indiferencia. Nos alertarán del riesgo de las garras ocultas de los lobos, que pretenden ser lobos del hombre. Es más, el sentido de comunidad tiene el poder de atrofiar esas garras y convertirlas en manos, de tal manera que colaboren en la construcción de esta casa común y nuestra.
Deberá nacer en nuestras entrañas una indignación, que como fuego queme y fermente la voluntad de no claudicar por hacer de este un mundo con un insondable sentido de comunidad. Es ahora y aquí, para nosotros debe ser la utopía de pequeña comunidad, como un mundo fraterno llenos de otros entrañables, y debe cobrar vida (Arosteguy, 2007). Es urgente preocuparse y ocuparse para que la comunidad sea del nosotros, así como el nosotros de ella, cada día y en el que vivir sea un asunto de felicidad.
*Doctor en Desarrollo Humano, consultor en desarrollo organizacional y profesor universitario. mariocastillocolque@gmail.com