El día
Jorge Valencia*
Hace algunas generaciones, ser niño consistía en padecer procesos de formación que comenzaban con la escuela forzosa y terminaban con la obligación de tender la cama. Los coscorrones representaban un recurso pedagógico infalible para identificar qué hacer y qué evitar.
Las opiniones de los niños nadie las tomaba en serio. Casi nunca merecían siquiera escucharse. Excepto en el cumpleaños de la abuela o la visita de los tíos extranjeros, donde el primogénito recitaba a López Velarde y enumeraba los colores en inglés, los niños en general cumplían con la función familiar de una subespecie. Seres incómodos que orbitaban en segundo plano. Estaban ahí para no notarse. Eran personas sólo en potencia que había que esculpir de acuerdo con paradigmas poco cuestionables. Incluidos los cintarazos. El Bien era el Bien e implicaba gel en el pelo, uñas cortadas y zapatos limpios.
Los niños sabían que sus conversaciones importarían hasta que tuvieran un trabajo con que financiarlas.
En cambio, los niños de ahora deciden el tipo de atención que sus padres les proporcionan. Algunos no los soportan (a sus padres) y les expresan con patadas meticulosas el tamaño de su aversión; otros demandan mimos (con manutención) hasta después de los 30. Las familias se conforman en derredor del niño. Muchas veces único; rara vez más de dos.
Los niños son el centro del universo. Los propios. El “papá cuervo” es el canon de la paternidad contemporánea: hasta los berrinches de los hijos se gramatizan con el calificativo de sublime. No hay niño más gracioso, ni chulo, ni precioso que el que emula la adultez con una precosidad de terror, como si el cerebro humano no terminara de formarse por completo hasta los 21 años.
Al contrario: ahora los adultos retrasan su infancia hasta donde soportan sus responsabilidades. Casi nunca definitorias. Los casados se descasan, los ingenieros se licencian en vagancia y los progenitores recurren a los iPads y a la educación con costo para aplacarlos. Si la televisión fue la nana de los niños de la década de 1970, el internet es la Celestina de los actuales. Orienta sus conductas y los obliga a prescindir de la conciencia.
Los programas en “streaming” muestran niños agrandados y autosuficientes que ya no cuestionan; anatematizan. Deciden el color de su “smartphone” y el destino de sus vacaciones. Con obediencia sacerdotal, los padres de familia cumplen los caprichos infantiles, aunque tengan que pedir prestado. El “buen papá” es el que deja hacer lo que le dé la gana al niño. No vaya a “lesionar su libertad”. Como si la libertad no fuera un territorio que se conquista, sino un aditamento que se supone de facto.
El Día del Niño las hamburgueserías venden jueguitos chatarra y comida de plástico para glotones emocionales entre quienes el abrazo no basta. El berrinche argumenta las concesiones.
Como renovados herederos de Mussolini, los niños pueblan y gobiernan el mundo. Sin tratarse ya de nuestra mayoría poblacional, siguen siendo el futuro que nos espera. En los 80, una canción pop lo previó: “we are the world, we are the children”. Su día no es mañana; su día es hoy.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]