El bostezo
Jorge Valencia*
Cortázar escribió que el bostezo resulta inadmisible en profesiones como la de policía o sacerdote. Habría que agregar la de psicólogo y maestro, entre otras.
Hay gente de la que uno espera el favor de su atención como condicionante de la interacción. En otra gente da lo mismo. No en ellos.
Las reglas de cortesía surgieron como acuerdos tácitos cuya esencia fue el respeto, la fineza hacia el otro. Comer con cubiertos es una deferencia mínima hacia los comensales que no tienen por qué admirar el espectáculo vikingo de devorar un lechón con las manos.
A mayor hacinamiento, menos clase. No se puede ser elegante en la convivencia masiva. Los comedores de las plazas comerciales no pueden ofrecer “delikatessen” (exquisitez, en alemán). Se entienden las vueltas en “U” sobre avenida Vallarta, la treta para avanzar en la fila del cine, el que se “cuelga” del cable… No se justifican, pero se entienden en una ciudad de cuatro millones y medio de habitantes. La educación no se decreta ni se reparte en bola como el agua bendita. A nuestro país sólo le alcanza para declaraciones, reglamentos, intenciones. En la práctica, somos unos gandallas. No todos. Algunos no son buenos mexicanos.
El bostezo obedece a una necesidad fisiológica. Y aún en el bostezo hay reglas de cortesía: cubrirse la boca con la mano. Los niños y los animales están exentos. Unos porque no tienen manos y los otros porque no tienen madre. La madre es la principal educadora de lo profano. El punto de partida de la discreción y el encanto.
Históricamente, la mala educación fue impuesta por la burguesía, quien en un principio careció de instrucción formal. Desterrada la monarquía de las buenas tierras, los principados laicos y las iglesias lucrativas han sido ocupadas por gente que puede pagar una maestría y paseos experimentales por medio mundo. Ser bien educado es una virtud “demodé”. El doctorado en Oxford no obliga a abrir la puerta del coche para que suba la abuela ni a disimular un eructo en una reunión ejecutiva. Todos somos Chimulco. Se añoran las escupideras en la oficina, las letrinas con un marrano al fondo para que se trague la inmundicia y las bacinicas debajo de la cama que se desaguan por la mañana a través del balcón.
Bostezar es un rescoldo de la barbarie. Atila montado a caballo en la catedral de Constantinopla; los hunos degollando estatuas de santos y rasgando vestidos de cristianas.
Pertenecemos a la cultura del aburrimiento. Baudelaire lo denominó “spleen” hace más de cien años. Nada interesa después de los quince minutos. Menos si no sale en tele. Maestro sin “Facebook” no es maestro. Obedecemos a intelectuales del “Twitter”, artistas de “Instagram”, poetas de “iTunes”. Conocemos el centro de la ciudad gracias a “Google Maps”.
El bostezo es una renuncia al mundo, un abatimiento existencial. Una hemiplejia social que no llega a sueño ni a ideal. Es la inclusión definitiva a la contemporaneidad.
*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx